Se cumplen 185 años del nacimiento del purpurado español, que fue secretario de Estado de la Santa Sede. Estos días tiene lugar en Roma un encuentro sobre su figura
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CNS. Vatican Media |
El papa León
XIV ha recibido este lunes a los participantes en el Encuentro de Estudios
sobre el cardenal Rafael Merry del Val, un evento que coincide con el 185
aniversario del nacimiento de este purpurado de madre española que fue
secretario de Estado de la Santa Sede.
A pesar de los
muchos encargos recibidos y de ser llamado por varios Papas para colaborar con
ellos, León XIV ha destacado del purpurado su humildad —son muy famosas sus
Letanías de la Humildad—: «Pudo creerse indispensable, pero nos indicó cuál es
el lugar del diplomático, buscar que la voluntad de Dios se cumpla a través del
ministerio de Pedro, más allá de intereses personales. Quien sirve en la
Iglesia no busca que su voz prevalezca, sino que la verdad de Cristo sea la que
hable. Y en esa renuncia descubrió la libertad del auténtico servidor».
Y esto lo
demostró no solo cuando estaba aparentemente en la cúspide, en los cargos con
mayor visibilidad, sino cuando se le dieron otras tareas, pues «se esforzó por
continuar sirviendo con la misma fidelidad, con la serenidad de quien sabe que
todo servicio en la Iglesia es valioso cuando se vive por Cristo».
«Mostró que su
tarea no era un pedestal, sino un camino de entrega. La verdadera autoridad no
se apoya en cargos ni en títulos, sino en la libertad de servir, incluso lejos
de los reflectores. Y quien no teme perder visibilidad, gana disponibilidad
para Dios», ha subrayado el Pontífice.
Texto
completo del discurso del papa León XIV a los participantes en el Encuentro de
Estudios sobre el cardenal Rafael Merry del Val
Queridos
hermanos y hermanas:
Al conmemorar
el 160.º aniversario de su nacimiento, damos gracias al Señor por la figura del
siervo de Dios Rafael Merry del Val, quien nació en Londres en 1865, en un
ambiente en que la apertura al mundo era cotidiana: hijo de padre diplomático
español y de madre inglesa, tuvo una infancia cosmopolita que lo habituó desde
temprano a diversas lenguas y culturas. Creció respirando la universalidad, que
después sabría reconocer como vocación de la Iglesia, y esa formación lo
preparó como instrumento dócil al servicio diplomático de la Santa
Sede en un tiempo marcado por grandes desafíos.
Muy joven fue
llamado al servicio de León
XIII para tratar cuestiones delicadas. Poco después, fue enviado como
Delegado apostólico a Canadá, donde trabajó por la unidad de la Iglesia y por
la educación católica. Fue alumno de la actual Pontificia Academia Eclesiástica, institución que más tarde
llegaría a presidir y que hoy, al cumplir 325 años de historia, recuerda su
larga tradición de formar corazones al servicio fiel y generoso de la Sede
Apostólica. Allí fue comprendiendo —y transmitiendo con su ejemplo— que la diplomacia
de la Iglesia florece cuando se vive dentro de la fidelidad sacerdotal, la de
un corazón que ofrece sus talentos a Cristo y a la misión confiada al Sucesor
de Pedro (cf. 1 Co 4,1-2).
Tenía apenas 35
años cuando fue nombrado arzobispo titular de Nicea, y pocos años después, en
1903, con solo 38, san Pío X lo creó cardenal y lo eligió como su
Secretario de Estado. Su juventud, sin embargo, no fue obstáculo, porque la
historia de la Iglesia enseña que la verdadera madurez no depende de los años,
sino de la identificación con la medida de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13).
Lo que siguió fue un camino de fidelidad, discreción y entrega que lo convirtió
en una de las figuras más significativas de la diplomacia pontificia del siglo
XX.
Su nombre ha
quedado asociado a una oración que muchos conocemos, las Letanías de la
Humildad. Allí se transparenta el espíritu con que realizó su servicio.
Permítanme detenerme en algunas de ellas, porque en ellas se dibuja un modelo
válido para todos los que ejercen responsabilidades en la Iglesia y en el
mundo, y de modo especial para los diplomáticos de la Santa Sede.
«Del deseo
de ser alabado… ¡líbrame, Jesús!»: El deseo de reconocimiento es una
tentación constante para quien ocupa responsabilidades. El cardenal Merry del
Val lo conoció de cerca, pues sus nombramientos lo colocaron en el centro de la
atención mundial. Y, sin embargo, en lo profundo de su oración pedía ser
liberado del aplauso. Sabía que el único triunfo verdadero es poder decir cada
día: “Señor, estoy donde Tú quieres, haciendo lo que Tú me confías, hoy”. Esa
fidelidad silenciosa, invisible a los ojos del mundo, es la que permanece y da
fruto (cf. Mt 6,4).
«Del deseo
de ser consultado… ¡líbrame, Jesús!»: Fue cercano a Benedicto
XV y León XIII, así como colaborador directo de san Pío X. Pudo creerse indispensable, pero nos indicó
cuál es el lugar del diplomático, buscar que la voluntad de Dios se cumpla a
través del ministerio de Pedro, más allá de intereses personales (cf. Flp 2,4).
Quien sirve en la Iglesia no busca que su voz prevalezca, sino que la verdad de
Cristo sea la que hable. Y en esa renuncia descubrió la libertad del auténtico
servidor (cf. Mt 20,26-27).
«Del miedo a
ser humillado… ¡líbrame, Jesús!»: Tras la muerte de san Pío X recibió otros
encargos, pero se esforzó por continuar sirviendo con la misma fidelidad, con
la serenidad de quien sabe que todo servicio en la Iglesia es valioso cuando se
vive por Cristo. De este modo mostró que su tarea no era un pedestal, sino un
camino de entrega. La verdadera autoridad no se apoya en cargos ni en títulos,
sino en la libertad de servir incluso lejos de los reflectores (cf. Mt 23,11).
Y quien no teme perder visibilidad, gana disponibilidad para Dios.
«Del deseo
de ser aceptado… ¡líbrame, Jesús!»: Intentó vivir su misión con
fidelidad al Evangelio y libertad de espíritu, sin dejarse guiar por el deseo
de agradar, sino por la verdad sostenida siempre por la caridad. Y comprendió
que la fecundidad de la vida cristiana no depende de la aprobación humana, sino
de la perseverancia de quien, unido a Cristo como el sarmiento a la vid, da
fruto a su tiempo (cf. Jn 15,5).
Bastan dos
frases para condensar su existencia. Su lema episcopal, que la Escritura pone
en labios de Abraham (cf. Gn 14,21), fue «Da mihi animas,
cetera tolle» o sea «Dame almas, quítame lo demás». Pidió en su
testamento que fuese la única inscripción en su tumba, que hoy se encuentra en
las criptas de San Pedro. Bajo la cúpula que guarda la memoria del apóstol,
quiso reducir su nombre a esa súplica desnuda. Ni honores, ni títulos, ni
biografía; solo el grito de un corazón de pastor.
La segunda
frase es la súplica conclusiva en las Letanías: «Que los demás
sean más santos que yo, con tal que yo sea todo lo santo que pueda». Aquí
se resalta un tesoro de la vida cristiana: la santidad no se mide por
comparación, sino por comunión. El Cardenal comprendió que hemos de trabajar
por la santidad propia mientras impulsamos la de los demás, caminando juntos
hacia Cristo (cf. 1 Ts 3,12-13). Esa es la lógica del
Evangelio y debe ser la de la diplomacia pontificia: la unidad y la comunión,
sabiendo que cada uno está llamado a ser todo lo santo que
pueda.
Queridos hijos
de la familia Merry del Val, que el recuerdo de este miembro de su familia,
verdadero diplomático del encuentro, sea motivo de gratitud profunda, y para
todos nosotros una inspiración, especialmente para quienes colaboran con el
Sucesor de Pedro en la diplomacia. Que la Virgen María, a quien Rafael Merry
del Val amó con ternura filial, enseñe a nuestras familias, a los diplomáticos
de la Santa Sede, y a todos los que ejercen un servicio en la Iglesia, a unir
verdad y caridad, prudencia y audacia, servicio y humildad, de modo que en todo
resplandezca solo Cristo. Muchas gracias.
Fuente: Ecclesia