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Virgen del Pilar. Zaragoza. Dominio público |
Ha sido algo inesperado, que se me ha ido como imponiendo en este inicio de curso. La celebración de la Soterraña y la del Henar y, sobre todo la de la Fuencisla, con su novena y celebración, han llenado el mes de septiembre.
Ahora en octubre, cerramos este ciclo del principio de curso con la del Rosario y la del Pilar. En la pascua de primavera, ya había celebrado la de Hornuez y, que yo recuerde, aun me quedan por celebrar en algún momento la de Hontanares y la del Bustar. Y seguro que me dejo muchas otras advocaciones de nuestros pueblos de Segovia, sobre las que no tardarán en llamarme la atención sus devotos.
Las lecturas escogidas para la celebración de la Virgen del Pilar nos hablan precisamente de esto, de poner a la Virgen en todo lo alto. En el Libro de las Crónicas de los reyes de Israel se nos cuenta como el rey David hizo que los levitas, acompañados de cantores e instrumentos musicales, levantaran sobre varales el Arca del Señor para conducirla al Templo. El Arca de la Alianza, portando las Tablas de la Ley y la Vara florida de Aarón, fue vista desde antiguo como una imagen de la Virgen María, que llevó dentro de sí al sacerdote de la verdadera alianza.
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos cuenta como María, junto con algunas mujeres, subieron al piso alto junto a los apóstoles para orar a la espera de un nuevo envío del Espíritu Santo. En el Evangelio según san Lucas es una mujer la que, elevando la voz, eleva a María llenándola de piropos por su maternidad; y su Hijo la corrige, no abajándola, sino elevándola aún más por su fe y obediencia.
Nosotros también ensalzamos a María. Y esto no nos hace de menos, porque sabemos que con ella subimos todos de su mano. Por eso, cuando el capataz grita, ¡al cielo con ella!, todos elevamos nuestro corazón que está unido al de ella por fuertes lazos de amor.
Aquella que se reconoció a sí misma como la más pequeña delante de Dios, ha sido ensalzada por él. Así se convierte para nosotros en puerto seguro y en columna firme en la que encontramos fortaleza, seguridad y constancia. Y son estas, tres virtudes que nos hacen mucha falta en el tiempo presente, tan convulso y lleno de incertidumbres. La fortaleza le viene de la fe. María sabe que se puede fiar de Dios, que es un suelo firme sobre el que caminar, aunque las circunstancias nos llenen de dudas y zozobras.
La seguridad la toma de su esperanza. No la esperanza de que todo saldrá bien según las expectativas humanas, que sabemos que no es así. Muchas veces la enfermedad no se cura, la violencia parece vencer, la muerte llega como un zarpazo inesperado. La esperanza de que al final su Hijo tiene la última palabra sobre todo lo real, la esperanza de la resurrección, que no nos aleja de las necesidades de este tiempo, sino que nos permite transitarlas con la mirada alta. Y, por último, la constancia se manifiesta en la caridad.
Ella permaneció hasta el final, al pie de la cruz. No lo hizo por coherencia o convencimiento personal. No lo hizo para autoafirmarse o para decirnos a los demás lo cobardes que somos. Lo hizo por amor. Solo por amor. Por amor a su Hijo, del que no podía separarla nada ni nadie, como después diría San Pablo, pues estaba atravesada por el Amor. Esa era la espada que le habían profetizado cuando llevaba a su Hijo en brazos para ofrecerlo al Padre. Es el amor de Aquel que nos ha amado hasta el extremo, con el amor más grande. Aquel que nos amó como nadie nos ha amado ni nos amará.
No temamos poner a María en el centro, porque ella no nos separará de Jesús, sino todo lo contrario, nos llevará más directamente a Él. Y no disminuirá al hombre, pues ella es la primicia y, como una madre, no se olvida nunca de sus hijos.
+ Jesús Vidal