Queridos diocesanos: Al concluir mi servicio episcopal en esta Diócesis que el Señor me encomendó hace diez años, deseo despedirme de vosotros, como haré litúrgicamente el próximo 11 de enero en la catedral.
Mons. César Franco. Dominio público |
Os pido perdón por mis
errores; os agradezco vuestra acogida, siempre austera y sincera; y os prometo
que siempre os llevaré en mi corazón y os tendré presentes ante el altar de
Cristo, pues mi persona ha quedado, por gracia de Cristo, unida a esta Diócesis.
No
os digo adiós, sino ¡hasta siempre! Con gozo he vivido aquí la misión que
Cristo me ha confiado en el misterio de la comunión de los santos, que es la
Iglesia. Un obispo sólo puede vivir su ministerio en comunión con todos los
obispos del mundo, bajo el cayado de Pedro, y en comunión con su pueblo. Se
dice que el obispo confirma en la fe. Así es, en cuanto sucesor de los
apóstoles. Pero también el obispo es confirmado —tantas y tantas veces— por la
fe de su pueblo. Nunca me he dejado llevar por el desaliento, ni siquiera
cuando en las visitas pastorales me han recibido, en pueblos muy pequeños,
cuatro o cinco personas, incluso una sola. He visto siempre en cada cristiano
la presencia de la Iglesia y he recordado que san Carlos Borromeo decía que una
sola persona merece la dedicación entera del obispo.
Me
llevo en el corazón vivencias hermosas de fieles cristianos que me han acogido
con la alegría de quienes acogen a Cristo; los nombres y rostros de sacerdotes
que ya han pasado al Padre y cuya vida fiel, humilde y entregada me ha
edificado profundamente. A los ancianos que mantienen la fe en pequeñas
parroquias, donde no hay jóvenes ni niños. A los niños, adolescentes y jóvenes
que ha tenido la dicha de confirmar. A quienes me han abierto su alma para
compartir conmigo sus gozos y penas. Y puedo decir por experiencia lo que decía
un gran pastor de la iglesia que el mayor arte entre las artes es el cuidado de
las almas. Para eso vino el Hijo de Dios el mundo y para eso me llamó, sin
mérito alguno, a ser sacerdote y obispo.
En
la Iglesia no decimos adiós de modo definitivo. Ni siquiera cuando la muerte
nos llega. Por ser una comunión en Cristo, no hay adiós que valga. Vivimos con
el horizonte de la eternidad. De ahí que yo me despida con un ¡hasta siempre! En
la oración y eucaristía diaria, mientras pueda, rezaré por Segovia, que ha
sido, en términos teológicos y pastorales, mi esposa, por serlo, en primer
lugar, de Cristo. Pediré para que el Señor bendiga vuestros hogares, vuestros
niños, jóvenes, matrimonios y ancianos. Pediré por los sacerdotes y por las
vocaciones sacerdotales. Y, aunque no vea las preciosas montañas que veo desde
mi casa, en lo alto de la ciudad, recorreré con la imaginación y la memoria
agradecida a esta hermosa diócesis y a sus gentes.
¡Sed fieles a Cristo! Nunca os apartéis de él,
aunque vengan momentos difíciles. Haced memoria de lo que Dios os ha dado a lo
largo de la historia. Y cuando bajéis paseando hacia el Santuario de la Virgen
de la Fuencisla, acordaos de mí, pobre pecador como vosotros, y pedidle que me
acompañe en este tramo último de mi vida para que nunca deje de alabar a Dios,
como hizo ella, cantar su Magníficat
y permanecer siempre fiel al pie de la cruz cuando me toque vivirla, con la
certeza de que más allá, siempre más allá del sufrimiento y de la muerte, me
espera la Luz inextinguible. Que Dios os bendiga, queridos segovianos.
+ César Franco
Administrador Apostólico.