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| Dominio público |
Es una duda que también puede
asaltarnos hoy a nosotros, los cristianos. ¿Es Jesús de Nazaret aquel que
esperábamos para acabar con el poder y la fuerza del mal en este mundo, con la
violencia, con el sufrimiento y las lágrimas? A primera vista parece evidente
que no. Lo mismo le debía parecer a Juan Bautista, en la cárcel, intuyendo una
posible condena a muerte que finalmente llegaría cocinada entre la vanidad de
Herodías y el orgullo de Herodes.
La respuesta de Jesús a
los enviados de Juan no es directa. No les dice simplemente: «sí, yo soy». En
cambio, parece provocarles haciéndoles levantar la mirada: «mirad, mirad con
más hondura y detenimiento, y podréis juzgar por vosotros mismos». Jesús les
señala los signos que realiza y que anuncian la presencia de una nueva bondad,
de un nuevo poder curativo en el mundo. Y los lleva a preguntarse qué buscaban
cuando salieron a buscar a Juan al Jordán y qué vieron en él para seguirle. No
fue ciertamente el poder de los ejércitos o la grandeza de los palacios, lo que
vieron y les movió a seguir a Juan como discípulos.
Hace unas semanas, en la
visita pastoral, un adolescente me preguntó: «¿Por qué eres cristiano?» Una buenísima
pregunta, pues no podemos dar nada por descontado, ni siquiera para un obispo.
Por eso me sentí provocado al tener que dar razón de mi fe ante un joven, para
el que no podían valer cuentos ni juegos semánticos. Tras pensarlo un momento,
respondí. «Por lo que he visto». Es así. Por lo que he visto en mí y en tantas
personas a lo largo de estos años. He experimentado cómo cuando nos abrimos a
la presencia de Jesucristo en nuestras vidas, sin cambiar aparentemente nada,
en realidad lo cambia todo y, sobre todo, nos cambia a nosotros. Dice Benedicto
XVI, comentando este evangelio, que Jesucristo no ha hecho una revolución cruenta,
no ha cambiado el mundo con la fuerza, sino que ha encendido muchas luces que
forman a la vez un gran camino de luz a lo largo de los milenios.
Estas luces, los signos
que hoy podemos ver, están delante de nuestros ojos, no hace falta más que alzar
la vista de las pantallas, mirar en profundidad y dejarse interpelar por ellos.
Es cierto que también vemos mucha pobreza, mucha violencia y engaño, mucha
oscuridad. Pero si guardamos un poco de silencio visual, descubriremos que hay
un pequeño hilo de luz que atraviesa la historia y se abre camino, que no puede
ser apagado. Es la caridad de Cristo, que va conquistando corazones en cada
generación y es capaz de sacar amor de la oscuridad del mal.
Estos días estoy leyendo
despacio la encíclica de León XIV, Dilexit te (“Te amó”), sobre el amor
cristiano a los más pobres. Tiene algunas perlas muy impactantes, que son una
verdadera provocación. Una de ellas es cuando dice que «la Iglesia es luz solo
cuando se despoja de todo. La santidad pasa por un corazón humilde volcado en
los pequeños.» Y señala una innumerable lista de hombres y mujeres que a lo
largo de la historia han dejado que el amor de Cristo les conquistase y moviese
su mirada hacia los más pobres para encontrar a Jesús en ellos.
A lo largo de mi vida, en el camino de seguimiento a Jesucristo me he encontrado con muchos de estos hombres y mujeres, pequeños y enamorados de Cristo, que se han dejado conquistar por él y van siendo convertidos en luz para los demás. Y, porque no reconocerlo, he visto también que, en medio de mis oscuridades, cuando me he dejado tomar por Dios Él ha hecho que mi vida ilumine a otros. Y no hay nada más bonito en esta vida que ser luz para otros.
+ Jesús Vidal
