No escucho el discurso que creo conocer. No me dejo
sorprender porque ya he prejuzgado en mi corazón
Hoy Jesús me invita a darle mi sí a Dios.
Me habla y yo le escucho: ¿Qué
os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: – Hijo,
ve hoy a trabajar en la viña. Quiere que trabaje en la viña,
como en la parábola de la semana pasada. Me busca. Me pregunta. Se acerca. Soy
su hijo y quiere que esté con Él. Y yo quiero seguir sus pasos. Lo quiero. Pero
no escucho.
Comenta San Benito en la regla: Escucha,
hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón. Jesús
me invita a ir a la viña. Pero yo no lo escucho. Vivo centrado en mí mismo, en
lo que necesito, en lo que me va bien. Y me pierdo en lo que sucede a mi
alrededor.
Quiero escuchar con el oído del corazón. Es
lo más importante. Lo que no siempre hago. A veces intento hacer dos cosas al
mismo tiempo. Digo que escucho pero pienso en mis cosas. Digo que estoy atento,
pero sólo a medias, intento hacer más cosas.
En ocasiones necesito que me repitan varias
veces la misma idea. Para entenderla. Se me olvida lo que alguien me dijo. No
estoy atento del todo. Y eso me cuesta con aquellos que me hablan con palabras
humanas.
Me dicen cosas. Me preguntan. Me piden. Y
yo no oigo. O voy a lo mío. O interpreto lo que me dicen antes de que
pronuncien una sola palabra. Creo que ya sé lo que piensan antes de que hablen.
Y no les dejo hablar porque sé lo que van a decirme. Tal vez me equivoco. Pero
lo sigo haciendo.
No escucho el discurso que creo conocer. No
me dejo sorprender porque ya he prejuzgado en mi corazón. No me asombro. No me
abro a lo nuevo. Tengo un juicio ya hecho en mi alma. Y no dejo que entre la
sospecha.
¡Qué mal escucho tantas veces! Llegan ante
mí y yo no escucho. Pienso en mis cosas. Está endurecido mi corazón. No logro
escuchar a los hombres. Menos aun los silencios de Dios.
Leía el otro día: El
silencio no es una ausencia; al contrario, se trata de la manifestación de una
presencia, la presencia más intensa que existe. En esta vida lo verdaderamente
importante ocurre en el silencio. La sangre corre por nuestras venas sin hacer
ruido y sólo en el silencio somos capaces de escuchar los latidos del corazón [1].
Me gusta ese silencio en el que me habla
Dios. Es ahí donde puedo escuchar su voz. Entender su pregunta. ¿Qué quiere
Dios de mí? Muchas veces no lo sé. Me dejo llevar por la corriente. Por lo que
otros hacen. Por lo que el mundo espera de mí.
Pero no estoy atento a Dios. No sé cómo
habla en mi corazón. Me duele su aparente silencio. Es como si callara cuando
realmente habla. Es como si su voz estuviera rota cuando pronuncia palabras
profundas. Y yo no soy capaz de hacer silencio para oír su voz.
Me gustaría poder hacerlo. Me pongo en
camino cada mañana y el ruido, y el móvil, y los requerimientos del mundo, me
sacan de mi hondura. De mi mar. Me llevan afuera a la orilla, allí donde no
oigo a Dios.
¿Cuántos minutos de silencio soy capaz de
guardar durante el día? El bullicio se me mete dentro del alma. Palabras.
Tantas palabras. No encuentro la paz. No lo consigo. No escucho su pregunta.
¿Qué quiere Dios de mí? Quiere que vaya a trabajar a la viña. Pero
me cuesta oírlo.
[1] Cardenal Robert Sarah, La
fuerza del silencio, 30
Carlos Padilla Esteban