«Él lo hizo, me habló directamente a mí y mi corazón sintió algo que mis palabras no pueden expresar»
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Foto: Diócesis de Segovia. |
“Mi nueva vida”, como a mí me gusta llamar, comenzó con un “Víctor, debemos dar gracias porque estás aquí”. Estas palabras que salieron de la boca de mi madre hoy siguen resonando en mi corazón. Aquel niño que ese día iba de la mano de su madre al novenario de la Virgen de la Fuencisla, salió de la catedral sabiendo que Jesús caminaba con él. Mi vida seguía, fluía, sin problemas, pocas preocupaciones, bien en lo académico, bien en lo social… Hoy, echando la mirada atrás, identifico las muchas ocasiones en las que estaba tan ciego que no reconocía a Aquél que caminaba conmigo y me tendía su mano una y otra vez.
Así llegué a mi adolescencia. Y, ¡qué adolescencia! Todo en mi vida comenzaba a cambiar y mi cuerpo parecía ir por libre: Las hormonas empezaban a jugarme malas pasadas, fiestas, preocupación constante por lucir un cuerpo de escándalo, primeras novias con las que de verdad había una atracción más íntima. Sin duda, fueron las actividades con el seminario menor y con mi parroquia las que hacían que mi Fe no se apagara. Durante esta etapa de mi vida, todo comenzó a coger un cierto tono de oscuridad, dejar a Dios en el quinto plano tan solo me estaba haciendo sufrir. Cuando la fiesta se acababa, cuando mi novia y yo nos enfadábamos, cuando un día mi cuerpo ya no me gustaba, cuando un examen no me había salido tan bien, etc… Tan solo me quedaba volver mi mirada hacia Dios para decirle “quédate conmigo”.
Al compás que todo esto ocurría, por mi cabeza empezaban a rondar las posibles carreras que en unos años comenzaría a estudiar. ¿Qué quiero ser de mayor? Abogado. ¿Qué tengo que estudiar entonces? Derecho. Bueno… La economía también me gusta… Y la política… Pues entonces un “doble grado de derecho y ADE” o “derecho y ciencias políticas”. Estaba súper convencido de estudiar esto, pero fue antes de empezar el bachillerato cuando mi corazón sintió algo que mis palabras no pueden expresar. Estas opciones se debilitaban, pues con frecuencia la opción de ser sacerdote inquietaba mi corazón. En ese momento la pregunta cambió a ¿qué quiere Dios de mí?, ¿para quién soy? pero mi reacción de primeras fue evitarla.
Mi juventud, entonces, comenzó a llamar fuertemente a mi puerta: Fiestas, borracheras, sexo, una preocupación aún más excesiva por mi cuerpo… Arrasando con todo lo que aún se mantenía en pie, pero seguía floreciendo algo muy grande en mí. Llegó como un otoño acabado en primavera. Así he estado intentando llenar mi vida durante estos dos últimos años. Era como tratar de llenar una jarra con vasos completamente vacíos, como llenar de agua un hoyo en la arena de la playa: algo inútil, vacío de contenido y que al momento desaparece como una estrella fugaz en nuestro cielo.
Fue un Domingo 15 de octubre del 2023, último día de las fiestas de mi pueblo en honor a la Virgen del Rosario, cuando mi vida tronó y algo se rompió en mí. Cinco días de fiesta, de fiesta mal vivida, que me hicieron llegar a preguntarme por el sentido de mi propia existencia. Cinco días de alcohol y chicas ¿para qué?, si al terminar, me sentía totalmente vacío y volvía a toparme con la realidad de mi vida. Necesitaba salir de casa y fui al salón parroquial de la ermita, donde alguien me mostró una oración que puso mi vida patas arriba: “Sé que tienes una llamada para mí y no esperas a que sea perfecto para que eche a andar”.
Rompí en llanto. ¡Cómo el Señor podía dirigirse aún a mí a pesar de todo lo que le había fallado esos días! Mi rostro se empapó de cada lágrima de dolor que mis ojos llorosos dejaban caer. Mis ojos se abrieron y se abrieron para contemplar la misericordia y el amor de este Padre bueno que no da por perdido a ninguno de sus hijos. A partir de aquí mi vida tomó un rumbo nuevo y el sacerdocio se ancló con fuerza entre mis opciones vocacionales, pasé de no querer ni planteármelo a que fuera mi primera opción. Pues, ¿cómo decir que no a Aquél que me ha sacado del abismo? Los meses pasaban y cada vez estaba más convencido de que el sacerdocio era a lo que Dios me llamaba.
Fue tal mi convicción que un 2 de marzo del 2024 conté a mis padres lo que iba a ser causa de lágrimas, sufrimiento y dolor durante varios meses: quiero estudiar teología, quiero entrar al seminario, quiero ser sacerdote. Una decisión que, tristemente, muchos padres temen para sus hijos, pues ¡¿cómo aceptar que un hijo se va y, además, donde piensas que no va a ser feliz?! El camino no ha sido fácil, os lo aseguro, cuantas noches con el rosario en la mano, cuántas tardes de lágrima tras lágrima, cuántas mañanas de desahogo ante el Señor durante el recreo del instituto. En este largo camino, una de las personas que más cerca lo vivió fue mi hermano Adrián, ¡cuántos malos momentos compartidos! Espero que él también haya aprendido a fiarse de Dios y a descubrir que no todo es verdad.
Llegó la selectividad,
mi nota de acceso me permitía entrar en el doble grado que mencionaba, los
plazos de preinscripción se acababan… Pero la decisión estaba tomada, los meses
pasaban y llegó el día en el que tenía que partir hacia Salamanca para ingresar
al seminario. Las dificultades volvieron a cobrar protagonismo, las
lágrimas, el dolor… Mis ojos vieron y mis oídos escucharon cosas que, ojalá,
nunca hubieran tenido que ver ni escuchar. El 15 de septiembre me subí a aquel
tren con destino a Salamanca y emprendí el viaje hacia este nuevo episodio de
mi vida dejando a mi familia entre lágrimas, especialmente a mi madre, en la
estación. ¡Qué dolor por dejar a mi familia así y qué paz sentía, a la vez, por
saber que estaba cumpliendo con la voluntad de Dios en mi vida!, mientras entre
mis manos sostenía el rosario que rezaba con un nudo de emociones en la
garganta.
A pesar de esto, en un día como hoy quiero dar gracias de modo especial, a mis padres. Ellos fueron los que en mis primeros años de vida me concedieron el sacramento del Bautismo, formando parte desde aquel entonces de la Iglesia. Aunque no cuente con ellos en la vida de fe, sé que siempre estarán ahí cuando los necesite. Y sé que siempre han querido y quieren lo mejor para mí. Sigo pidiendo a Dios por ellos para que irrumpa en sus vidas como lo ha hecho en la mía y en esta cuaresma, tiempo especial para la conversión, tornen sus corazones hacia Él.
Quiero terminar dando gracias a Dios también por tantas personas que me han apoyado y me siguen apoyando en mi camino vocacional. Que poco valoramos a veces a aquellas personas que entregan su vida al Señor, a aquellos consagrados y consagradas que son fuerza de todos, adelantando el cielo desde los conventos y monasterios. Gracias a las Carmelitas Descalzas de San José, desde el momento que se las encomendó mi vocación soy consciente de que han estado rezando por mí intensamente.
Siempre he oído que hay regalos que vienen del cielo, mi profesora de historia de segundo de bachillerato, ha sido uno de esos regalos. No puedo describir lo que ha hecho por mí, solo puedo decir bendita bendición.
Nuestra diócesis de Segovia cuenta con un clero mayor, y en edad puede que así sea, pero he comprobado su vitalidad, energía y preocupación. Cuántos mensajes de cariño y misas ofrecidas. Sentirme arropado por muchos de ellos fue una muestra de comunión en esta nuestra Iglesia en Segovia. Tengo mucho que agradecer de manera especial a D. Isaac Benito, D. Antonio Benito, D. Paco Jimeno y D. Pedro Prieto.
A los jóvenes nos dicen con frecuencia que nos unamos a las comunidades parroquiales. Echando la mirada atrás veo la importancia de formar parte de una parroquia, gracias a la gente de mi parroquia, a los jóvenes del grupo parroquial. Gracias también a las Misioneras Oblatas de María Inmaculada por su preocupación y disposición constante.
Fueron muchos los momentos en los que pensé tirar la toalla, pero a Dios nadie le gana, y mi vocación está de Dios. Él me acompaña durante todo este tiempo y por supuesto, la Virgen María, bajo la advocación de la Fuencisla que junto a San José, han intercedido tanto por mí.
Es ahora cuando mi vida cobra sentido, cuando uniendo los acontecimientos de mi vida reconozco ese “Víctor, sígueme” presente ya en ese niño inocente en el hospital con su madre llorando a los pies de su cama, en ese niño que caminaba a gatas por los pasillos de su casa y se recostaba en los brazos de su padre para dormir.
Finalmente, y como no podía ser de otra manera quiero DARTE GRACIAS SEÑOR por fijarte en mí, por sostenerme y acompañarme, como se ha visto en este testimonio, todos los días de mi vida. Hoy puedo decir: “me siento verdaderamente libre”.
Con motivo del Día del Seminario, Víctor compartió la siguiente entrevista