LOS PADRES Y LA VOCACIÓN DE LOS HIJOS
II. Dejar a los padres, cuando llega el momento
oportuno, es ley de vida.
III. Desear lo mejor para los hijos.
“En aquel tiempo, dijo
Jesús a sus apóstoles: -«No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz; no
he venido a sembrar paz, sino espadas. He venido a enemistar al hombre con su
padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada
uno serán los de su propia casa.
El que quiere a su padre o a su madre más que
a mí no es digno de mi; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mi no es
digno de mi; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mi. El que
encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mi la encontrará. El
que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe recibe al que me ha
enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y
el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a
beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos
pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»
Cuando Jesús acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí
para enseñar y predicar en sus ciudades” (Mateo 10,34-11,1).
I. Quien ama a su padre o
a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su hijo o a su hija
más que a Mí, no es digno de Mí, leemos en el Evangelio de la Misa. Al
decidirnos libremente a seguir al Señor por entero, entendemos que han de ceder
otros planes: padre, madre, novio, novia... El llamamiento de Dios es lo
primero, lo demás debe quedar en segundo término.
Las
palabras de Jesús no entrañan ninguna oposición entre el primero y el cuarto
mandamiento, pero señalan el orden que ha de seguirse. Debemos amar a Dios con
todas nuestras fuerzas a través de la peculiar vocación recibida; y también
hemos de amar y respetar ‑en teoría y en la práctica- a los padres que Dios nos
ha dado, con quienes tenemos una deuda tan grande.
Pero
el amor a los padres no puede anteponerse al amor a Dios; de ordinario no tiene
por qué plantearse la oposición entre ambos, pero si en algún caso se llegara a
dar, habría que recordar aquellas palabras de Cristo adolescente en el Templo
de Jerusalén: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que Yo esté
en las cosas de mi Padre?, respuesta de Jesús a María y a José, que le buscaban
angustiados, y que constituye una enseñanza para los hijos y para los padres:
los hijos, para aprender que no se puede anteponer el cariño familiar al amor
de Dios, especialmente cuando el Señor pide un seguimiento que lleva consigo
una total entrega; los padres, para saber que sus hijos son de Dios ante todo,
y que Él tiene derecho a disponer de ellos, aunque en alguna ocasión esto suponga
un sacrificio grande a los padres.
Triste
decisión sería aquella que llevara a desoír a Dios para no disgustar a los
padres, y más triste consuelo sería el de los padres, pues, como dice San
Bernardo, «su consuelo es la muerte del hijo». Difícilmente podrían haberle
causado un daño mayor.
Al
Señor sólo se le puede seguir con la libertad nacida del desprendimiento más
pleno: libertad de corazón, que no anda prendido en melancolías y añoranzas, en
flojos sentimientos que conducen a una entrega a medias; libertad también que
conlleva la necesaria autonomía para cumplirla voluntad de Dios. No se gana
nada con una decisión a medias, con un corazón dividido. Puede ocurrir en
algunos casos que la decisión de seguir por entero al Señor no sea comprendida
por los propios parientes: porque no la entiendan, porque se hayan forjado
otros planes, legítimos, o porque no quieran participar en la renuncia que les
corresponde.
Debemos
contar con ello, y, aunque seguir a Cristo cause dolor a los padres, hemos de
entender entonces que la fidelidad a la propia vocación es el mayor bien para
nosotros y para la familia entera. En toda circunstancia, siendo muy firmes al
propio camino, tenemos que querer a nuestros padres mucho más que antes de la
llamada; debemos pedir mucho por ellos, para que comprendan que «no es un
sacrificio, para los padres, que Dios les pida sus hijos; ni, para los que
llama el Señor, es un sacrificio seguirle.
»Es,
por el contrario, un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de
predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento
concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad». Es el mayor
honor que el Señor puede hacer a una familia, una de las mayores bendiciones.
II. Quien ha entregado su
corazón por completo al Señor, lo recupera más joven, más grande y más limpio
para querer a todos. El amor a los padres, a los hermanos..., pasa entonces por
el Corazón de Cristo, y de ahí sale enriquecido.
Señala
Santo Tomás de Aquino que Santiago y Juan son alabados porque siguieron al
Señor abandonando a su padre, y no lo hicieron porque éste los incitase al mal,
sino porque «estimaron que su padre podría pasar la vida de otro modo,
siguiendo ellos a Cristo». El Maestro había estado cerca de sus vidas, los había
llamado, y desde entonces todo lo demás se situó en segundo lugar. En el Cielo
encontrarán los padres una especial gloria, fruto en buena parte de la
correspondencia de sus hijos a la llamada de Dios: la vocación es un bien y una
bendición para todos. La vocación es iniciativa divina; Él sabe bien qué es lo
mejor para el llamado y para la familia.
Muchos
padres aceptan incondicionalmente, con alegría, la voluntad de Dios para sus
hijos y dan gracias cuando alguno de ellos es llamado para seguir a Cristo; otros
adoptan actitudes muy diversas, alimentadas por varios motivos: lógicos y
comprensibles unos, con mezcla de egoísmo otros. Con la excusa de que sus hijos
son demasiado jóvenes -para seguir la llamada de Dios, no para tomar otras
decisiones también comprometidas-, o de que carecen de la necesaria
experiencia, se dejan llevar por la grave tentación a que aludía Pío XII: «aun
entre aquellos que se jactan de la fe católica, no faltan muchos padres que no
se resignan a la vocación de sus hijos, y combaten sin escrúpulos la llamada
divina con toda clase de argumentos, incluso con medios que pueden poner en
peligro, no sólo la vocación a un estado más perfecto, sino la conciencia misma
y la salvación eterna de aquellos que debían serles tan queridos».
Olvidan
que ellos son «colaboradores de Dios», y que es ley de vida que los hijos
abandonen el hogar paterno también para formar un nuevo hogar, o simplemente
por motivos de trabajo, de estudio. Muchas veces, aún jóvenes, se marchan a
vivir a otro lugar, sin que ocurra ninguna catástrofe. En otras ocasiones, son
las mismas familias quienes fomentan esta separación para el bien de los hijos.
¿Por qué han de poner trabas en el seguimiento de Cristo? Él «no separa jamás a
las almas».
III. Los buenos padres
desean siempre lo mejor para sus hijos. Son capaces de llevar a cabo los
mayores sacrificios por su bien humano. Y, ¡cómo no!, por su bien sobrenatural.
Se sacrifican para que crezcan llenos de salud, para que mejoren en sus
estudios, para que tengan buenos amigos..., para que vivan según el querer de
Dios, lleven una vida honrada y cristiana. Para eso los llamó Dios al
matrimonio; la educación de los hijos es un querer expreso de Dios en sus
vidas; es de ley natural. En el Evangelio encontramos muchas peticiones en favor
de los hijos: una mujer que sigue con perseverancia a Jesús hasta que cura a su
hija, un padre que le pide que expulse al demonio que atormenta a su hijo, el
jefe de la sinagoga de Cafarnaún, Jairo, que espera con impaciencia al Señor
porque su única hija de doce años está a punto de morir... Es ejemplar la
decisión con que la madre de Santiago y Juan se acerca a Cristo para pedirle
algo que ellos no se habían atrevido a pedir.
Sin
pensar en sí misma, se acercó a Jesús, le adoró, y manifestó querer pedirle una
gracia. ¡Cuántas madres y cuántos padres a lo largo de los siglos han pedido
para sus hijos bienes y favores, que jamás se hubieran atrevido a solicitar
para ellos mismos! El Señor, comprensivo ante este cariño tan grande de madre,
no lo rechaza, pero se dirige a los dos hermanos para darles el mayor honor que
puede tener un hombre: compartir con Él la propia copa, su mismo destino, su
misma misión. Los padres deben pedir lo mejor para sus hijos, y lo mejor es
seguir la propia llamada, lo que Dios tiene dispuesto para cada uno. Éste es el
gran secreto para ser felices en la tierra y llegar al Cielo, donde nos espera
un gozo sin límite y sin fin.
Sin
embargo, desde el punto de vista de cada llamada considerada en sí misma, es
verdad que la castidad en el celibato por amor a Dios es la vocación más
grande: «La Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la
superioridad de este carisma -de virginidad o celibato- frente al del
matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios».
¡Cuántas vocaciones a una entrega plena ha concedido Dios a los hijos por la
generosidad y la petición de los padres!
Es
más, el Señor se vale de ordinario de los mismos padres para crear un clima
idóneo donde pueda crecer y desarrollarse la semilla de la vocación: «Los
esposos cristianos -afirma el Concilio Vaticano II- son para sí mismos, para
sus hijos y demás familia, cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Son
para sus hijos los primeros predicadores y educadores de la fe; los forman con
su palabra y su ejemplo para la vida cristiana y apostólica, les ayudan
prudentemente a elegir su vocación y fomentan con todo esmero la vocación
sagrada cuando la descubren en sus hijos». No pueden ir más allá, pues no les
compete discernir si tienen o no vocación; únicamente han de formar bien su
conciencia, y han de ayudarles a descubrir su camino, sin forzar su voluntad.
Una
vocación en medio de la familia comporta una especial confianza y predilección
del Señor para todos. Es un privilegio, que es necesario proteger
-especialmente con la oración- como un gran tesoro. Dios bendice el lugar donde
nació una vocación fiel: «no es sacrificio entregar los hijos al servicio de
Dios: es honor y alegría».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org