MARÍA, CORREDENTORA CON CRISTO
II. Corredentora con Cristo.
III. María y la Santa Misa.
«Al entrar en Cafarnaún
se le acercó un centurión y, rogándole, dijo: Señor, mi criado yace paralítico
en casa con dolores muy fuertes. Jesús le dijo: Yo iré y lo curaré. Pero el
centurión le respondió: Señor; no soy digno de que entres en mi casa; basta que
lo mandes de palabra y mi criado quedará sano.
Pues yo, que soy un hombre
subalterno con soldados a mis órdenes, digo a uno: ve, y va; y a otro: ven, y
viene; y a mi siervo: haz esto, y lo hace. Al oírlo Jesús se admiró, y dijo a
los que le se guían: En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una
fe tan grande. Y os digo que muchos de Oriente y Occidente vendrán y se pondrán
a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos, mientras que
los hijos del Reino serán arrojados a las tinieblas exteriores: allí será el
llanto y el rechinar de dientes. Y dijo Jesús al centurión: Vete y que se haga
conforme has creído. Y en aquel momento quedó sano el criado.» (Mateo 8,
5-13)
I. A lo largo de la vida
terrena de Jesús, su Madre Santa María cumplió la voluntad divina de atenderle
con amorosa solicitud: en Belén, en Egipto, en Nazaret. Tuvo con Él todos los
cuidados normales que necesitó, iguales a los de cualquier otro niño, y también
los desvelos extraordinarios que fueron necesarios para proteger su vida. El
Niño creció, entre María y José, en un ambiente lleno de amor sacrificado y
alegre, de protección firme y de trabajo.
Más
tarde, durante su vida pública, María pocas veces le sigue físicamente de
cerca, pero Ella sabía en cada momento dónde se encontraba, y le llegaba el eco
de sus milagros y de su predicación. Algunas veces Jesús fue a Nazaret, y
estaba entonces más tiempo con su Madre; la mayoría de sus discípulos ya la conocían
desde aquella boda en Caná de Galilea. Salvo el milagro de la conversión del
agua en vino, en el que tuvo una parte tan importante, los Evangelistas no
señalan que estuviera presente en ningún otro milagro. Tampoco estuvo presente
en los momentos en que las gentes desbordaban entusiasmo por su Hijo. «No la
veréis entre las palmas de Jerusalén, ni -fuera de las primicias de Caná- a la
hora de los grandes milagros.
»-Pero
no huye del desprecio del Gólgota: allí está, "juxta crucem Jesu"
-junto a la cruz de Jesús, su Madre». Ella se encuentra normalmente en Nazaret,
en perfecta unión con su Hijo, ponderando en su corazón todo lo que iba
ocurriendo; pero en la hora del dolor y del abandono, allí se encuentra María.
Dios
la amó de un modo singular y único. Sin embargo, no la dispensó del trance del
Calvario, haciéndola participar en el dolor como nadie, excepto su Hijo, haya
jamás sufrido. Podría quizá haberse retirado a la intimidad de su casa, lejos
del Calvario, en la compañía amable de las mujeres: «al fin y al cabo, nada
podía hacer, y su presencia no evitaba ni aliviaba los dolores de su Hijo ni su
humillación. Y no lo hizo por la misma razón por la que una madre permanece
junto al lecho de su hijo agonizante en lugar de marcharse a distraerse, en vista
de que no puede hacer nada para que siga viviendo o deje de sufrir.
La
Virgen se solidarizó con su Hijo; su amor la llevó a sufrir con Él». Poco a
poco se fue aproximando a la Cruz; al final, los soldados le permitieron estar
muy cerca. Mira a Jesús, y su Hijo la mira. En una estrechísima unión, ofrece a
su Hijo a Dios Padre, corredimiendo con Él. En comunión con su HIjo doliente y
agonizante, soportó el dolor y casi la muerte; «abdicó de los derechos de madre
sobre su Hijo, para conseguir la salvación de los hombres; y para apaciguar la
justicia divina, en cuanto dependía de Ella, inmoló a su Hijo, de suerte que se
puede afirmar con razón que redimió con Cristo al linaje humano».
La
Virgen no sólo «acompañaba» a Jesús, sino que estaba unida activa e íntimamente
al sacrificio que se le ofrecía en aquel primer altar. De modo voluntario
participaba en la redención de la humanidad, consumando su fiat, que años antes
había pronunciado en Nazaret. Por eso, podemos pensar que en cada Misa, centro
y corazón de la Iglesia, se encuentra María. En muchas ocasiones nos ayudará
esta realidad a vivir mejor el sacrificio eucarístico -uniendo a la entrega de
Cristo la nuestra, que también ha de ser holocausto-, sintiéndonos en el
Calvario, muy cerca de Nuestra Señora.
II. Desde la Cruz, Jesús
confía su Cuerpo Místico, la Iglesia, a Santa María, en la persona de San Juan.
Sabía que constantemente necesitaríamos de una Madre que nos protegiera, que
nos levantara y que intercediera por nosotros. A partir de ese momento, «Ella lo
custodia y custodiará con la misma fidelidad y la misma fuerza con que custodió
a su Primogénito: desde el portal de Belén, a través del Calvario, hasta el
Cenáculo de Pentecostés, donde tuvo lugar el nacimiento de la Iglesia. María
está presente en todas las vicisitudes de la Iglesia (...). De modo muy
particular está unida a la Iglesia en los momentos más difíciles de su historia
(...). María aparece particularmente cercana a la Iglesia, porque la Iglesia es
siempre como su Cristo, primero Niño, y después Crucificado y Resucitado».
La
Virgen Santa María intercede para que Dios imprima en las almas de los
cristianos el mismo afán que puso en la suya, el deseo corredentor de que
vuelvan a ser amigos de Dios todos los hombres. «La fe, la esperanza y la ardiente
caridad de la Virgen en la cima del Gólgota, que la hacen Corredentora con
Cristo de modo eminente, son también una invitación a crecernos, a ser fuertes
humana y sobrenaturalmente ante las dificultades externas; a insistir, sin
desanimarnos, en la acción apostólica, aunque en alguna ocasión parezca que no
hay frutos, o el horizonte aparezca oscurecido por la potencia del mal.
»Luchemos
-¡lucha tú!- contra ese acostumbramiento, contra ese ir tirando monótonamente,
contra ese conformismo que equivale a la inacción. Mira a Cristo en la Cruz,
mira a Santa María junto a la Cruz: ante su mirada se abren cauce, con
seguridad pasmosa, la traición, la burla, los insultos...; pero Cristo, y
secundando esa acción redentora, María, siguen fuertes, perseverantes, llenos
de paz, con optimismo en el dolor, cumpliento la misión que la Trinidad les ha
confiado.
Es
un aldabonazo para cada uno de nosotros, recordándonos que a la hora del dolor,
de la fatiga y de la contradicción más horrenda. Cristo -y tú y yo hemos de ser
otros Cristos- da cumplimiento a su misión (...). Me decido a aconsejarte que
vuelvas tus ojos a la Virgen, y le pidas, para ti y para todos: Madre, que
tengamos confianza absoluta en la acción redentora de Jesús, y que -como tú,
Madre- queramos ser corredentores...». Participar en la Redención, cooperar en
la santificación del mundo, salvar almas para la eternidad: ¿cabe un ideal más
grande para llenar toda una vida? La Virgen corredime ahora junto a su Hijo en
el Calvario, pero también lo hizo cuando pronunció su fiat al recibir la
embajada del Angel, y en Belén, y en el tiempo que permaneció en Egipto, y en
su vida corriente de Nazaret... Como Ella, podemos ser corredentores todas las
horas del día, si las llenamos de oración, si trabajamos a conciencia, si
vivimos una amable caridad con quienes encontremos en nuestras tareas, en la
familia..., si ofrecemos con serenidad las contrariedades que cada día lleva
consigo.
III. Jesús, viendo a su
Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su Madre: Mujer, he
ahí a tu hijo. Era la última donación de Jesús antes de su Muerte: nos dio a su
Madre como Madre nuestra.
Desde
entonces el discípulo de Cristo tiene algo que le es propio: tiene a María como
Madre suya. Su puesto de Madre en la Iglesia será para siempre: Desde aquella
hora el discípulo la recibió en su casa. Aquélla es la hora de Jesús, que
inaugura con su Muerte redentora una era nueva hasta el fin de los tiempos.
Desde entonces, «si queremos ser cristianos, debemos ser marianos»; para ser
buen cristiano es preciso tener un gran amor a María. La obra de Jesús se puede
resumir en dos maravillosas realidades: nos ha dado la filiación divina,
haciéndonos hijos de Dios, y nos ha hecho hijos de Santa María.
Un
autor del siglo III, Orígenes, hace notar que Jesús no dijo a María «ése es
también tu hijo», sino «he ahí a tu hijo»; y como María no tuvo más hijo que
Jesús, sus palabras equivalen a decirle: «ése será para ti en adelante Jesús».
La Virgen ve en cada cristiano a su hijo Jesús. Nos trata como si en nuestro
lugar estuviera Cristo mismo. ¿Cómo se olvidará de nosotros cuando nos vea
necesitados? ¿Qué no conseguirá de su Hijo en favor nuestro? Nunca podremos
imaginar, ni de lejos, el amor de María por cada uno.
Acostumbrémonos
a encontrar a Santa María mientras celebramos o participamos en la Santa Misa.
Allí, «en el sacrificio del Altar, la participación de Nuestra Señora nos evoca
el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la
tierra de Palestina. La Santa Misa es una acción de la Trinidad; por voluntad
del Padre, cooperando con el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación
redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro
purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios
Espíritu Santo.
»El
trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el
trato con María, su Madre. Quien encuentra a Jesús, encuentra también a la
Virgen sin mancilla, como sucedió a aquellos santos personajes -los Reyes
Magos- que fueron a adorar a Cristo: entrando en la casa, hallaron al Niño con
María, su Madre (Mt 2, 11)». Con Ella podemos ofrecer toda nuestra vida -todos
los pensamientos, afanes, trabajos, afectos, acciones, amores- identificándonos
con los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: ¡Padre Santo!, le decimos en
la intimidad de nuestro corazón, y lo podemos repetir interiormente durante la
Santa Misa, por el corazón Inmaculado de María os ofrezco a Jesús vuestro Hijo
muy amado y me ofrezco yo mismo en Él, con Él y por Él a todas sus intenciones
y en nombre de todas las criaturas.
Celebrar
o asistir como conviene al Santo Sacrificio del Altar es el mejor servicio que
podemos prestar a Jesús, a su Cuerpo Místico y a toda la humanidad. Junto a
María, en la Santa Misa estamos particularmente unidos a toda la Iglesia.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org