Da gusto ver en el siglo V la entrega de un laico sabio y santo responsable de su misión y puesto en la Iglesia sin renunciar al estado que Dios quiso para él
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Parece
ser que era natural de Aquitania y así se añade a su nombre, como apellido, el
de su patria y vió la luz a finales del siglo IV. Debió recibir una buena y
sólida formación y parece ser que frecuentó la compañía de los monjes que
estaban en el monasterio de san Víctor, en Marsella, al sur de Francia.
Consta
que nunca entró en el mundo de los clérigos, siempre permaneció en el estado
seglar y hay indicios prudentes que llevan a pensar que estuvo casado; de
hecho, se le atribuye el «Poema de un esposo a su esposa» en cuyo caso no
habría duda sobre su estado matrimonial e incluso se le podría aplicar la
profundidad de pensamiento y las claras actitudes de vida cristiana que en él
aparecen, pero no puede afirmarse con total seguridad por negar algún autor de
peso la autoría prosperoniana del poema.
Bien
conocida es la controversia teológica suscitada en el siglo V por la desviada
enseñanza de Pelagio contraria al pensar cristiano poseído pacíficamente en la
Iglesia. La reacción de san Agustín -con toda clase de argumentos bíblicos y
teológicos- no se hizo esperar en defensa de la fe y la sanción de los
concilios de Cartago en los años 416 y 418 con la posterior aceptación del papa
parecía haber solucionado para siempre el problema. Pero no fue así y es aquí donde
entra en juego Próspero de Aquitania.
Los
monjes de san Víctor en Marsella empiezan a inficionar las Galias con un
pelagianismo camuflado que enseña el abad Casiano, escritor y teólogo,
secundado por sus monjes. Dice en sus «Colaciones» que admite la doctrina
contra los pelagianos expuesta por san Agustín y aprobada por los concilios y
los papas, pero sostiene con sus monjes que depende del hombre la primera
elección que en términos teológicos se denominará desde entonces el «initium
fidei».
Este
es el pensamiento teológico que en el siglo XVI recibirá el nombre de
semipelagianismo. Próspero detecta el mal larvado y habla, y discute, y visita,
y escribe a Agustín propiciando la escritura de los tratados maduros
agustinianos «Sobre el don de la perseverancia» y «De la predestinación de los
santos» que escribió, ya anciano, el obispo de Hipona. Es toda una controversia
de alto nivel.
Como
es laico y su fuerza termina en su pobre persona, no cede en la verdad
teológica y marcha a Roma para implicar en la defensa de la fe al mismo papa
Celestino I que era ya un hombre avezado en este tipo de discusiones y escribió
a los obispos galos pidiendo sometimiento al magisterio de la Iglesia recogido
de san Agustín. Se trataba de intrincadas cuestiones que, en sus matices, son
para especialistas teólogos y en las que los incautos son fácil presa al
engaño.
En
juego está la idea de Dios y del hombre, el valor de la Redención y la
necesidad de los sacramentos. No era poca cosa la que estaba sobre el tapete.
Había que saber conciliar la evidencia del absoluto poder de Dios, su voluntad
salvífica universal, y su absoluta libertad con la libertad del hombre que es
un ser dependiente y el papel que le concierne en su propia salvación,
correspondiendo personalmente a la gracia.
Si
se concedía excesivo protagonismo a la libertad humana se llegaba al extremo
inaceptable de que el hombre puede llegar a la salvación sobrenatural por sus
propias fuerzas; si, por el contrario, se acentuaba la absoluta dependencia del
hombre con respecto a Dios, se hacía a Dios responsable de la condenación, cosa
igualmente imposible. Llegar a la expresión técnica de la fe era cosa de
preclaras inteligencias, grandes teólogos y extraordinarios santos.
Muerto
Casiano y fallecido también san Agustín, no se acabó la discusión entre los
seguidores del fraile y tuvo que ser el laico o seglar Próspero quien
mantuviera firme y alta la bandera de la ortodoxia. Que se sepa, escribió «La
vocación de todos los gentiles», «Contra el autor de las Colaciones», «Sobre la
Gracia y el libre albedrío» y «De los ingratos».
Terminó
sus días el seglar Próspero siendo secretario nada menos que del papa san León
Magno y hasta se piensa que pudo poner su aportación en la Epístola Dogmática
escrita a los Orientales para exponer magisterialmente el misterio de la
Encarnación, declarando la unión Personal en Cristo contra la herejía de
Nestorio y contra Eutiques y los monofisitas las dos naturalezas de Cristo.
Murió después del año 455, sin que se pueda aventurar con más exactitud la
fecha de su muerte en el actual estado de investigación.
Da
gusto ver en el siglo V la entrega de un laico sabio y santo responsable de su
misión y puesto en la Iglesia sin renunciar al estado que Dios quiso para él.
Aunque en aquella época no se hablaba aún de «promocionar al laicado», ni de
«laicos comprometidos», se demuestra una vez más que, para cada uno en
particular, la santidad no depende del modo de ser Iglesia en la Iglesia, sino
de la fidelidad a la gracia de Dios y del esfuerzo por poner en juego todos los
dones recibidos.
Fuente:
ACI