NATURALIDAD Y SENCILLEZ
II. Sencillez y rectitud de intención. Consecuencias de la «infancia
espiritual». Sencillos en el trato con Dios, y en el trato con los demás y en
la dirección espiritual.
III. Lo que se opone a la sencillez. Frutos de esta virtud. Medios para
alcanzarla.
“En aquel tiempo, Juan
se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en
Jesús que pasaba, dice: «He ahí el Cordero de Dios». Los dos discípulos le
oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se volvió, y al ver que le seguían
les dice: «¿Qué buscáis?». Ellos le respondieron: «Rabbí —que quiere decir,
“Maestro”— ¿dónde vives?». Les respondió: «Venid y lo veréis».
Fueron, pues,
vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día. Era más o menos la hora
décima. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a
Juan y habían seguido a Jesús. Éste se encuentra primeramente con su hermano
Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías» —que quiere decir, Cristo—. Y le
llevó donde Jesús. Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: «Tú eres Simón, el
hijo de Juan; tú te llamarás Cefas» —que quiere decir, “Piedra” (Juan
1,35-42).
I. Toda la vida de María
está penetrada de una profunda sencillez. Su vocación de Madre del Redentor se
realizó siempre con naturalidad. En ningún momento de su vida buscó privilegios
especiales: “María Santísima, Madre de Dios, pasa inadvertida, como una más
entre las mujeres de su pueblo. Aprende de Ella a vivir con naturalidad” (J.
ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino) La sencillez y naturalidad hicieron de la Virgen,
en lo humano, una mujer especialmente atrayente y acogedora.
Su
Hijo, Jesús, es el modelo de la sencillez perfecta, durante los treinta años de
vida oculta, y en todo momento. El Salvador huye del espectáculo y de la
vanagloria, de los gestos falsos y teatrales; se hace asequible a todos: a los
enfermos y a los desamparados, a los Apóstoles y a los niños. La humildad es
una manifestación de la humildad. Es una virtud necesaria para el trato con
Dios, para la dirección espiritual, para el apostolado y la convivencia.
II. La sencillez exige
claridad, transparencia y rectitud de intención, que nos preserva de tener una
doble vida, de servir a dos señores: a Dios, y a uno mismo. Requiere de una
voluntad fuerte, que nos lleve a escoger el bien. El alma sencilla juzga de las
cosas, de las personas y los acontecimientos según un juicio recto iluminado
por la fe, y no por las impresiones del momento (I. CELAYA, Sencillez).
En la lucha ascética hemos de reconocernos
como en realidad somos y aceptar las propias limitaciones, comprender que Dios
las abarca con su mirada y cuenta con ellas. En la convivencia diaria, toda
complicación pone obstáculos entre nosotros y los demás, y nos aleja de Dios.
La sencillez es consecuencia de la “infancia espiritual”, a la que nos invita
el Señor especialmente en estos días que contemplamos el Nacimiento. En verdad
os digo que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en
el Reino de los Cielos (Mateo 18, 2-3).
III. La sencillez y
naturalidad son virtudes extraordinariamente atrayente, pero difíciles a causa
de la soberbia, que nos lleva a tener una idea desmesurada de nosotros mismos,
y a querer aparentar ante los demás por encima de los que somos y tenemos.
La
pedantería, la afectación, la jactancia, la hipocresía y la mentira se oponen a
la sencillez, y por tanto, a la amistad; son un verdadero obstáculo para la
vida de familia. Para ser sencillos es preciso cuidar la rectitud de intención
en nuestras acciones, que deben estar dirigidas a Dios. Lo aprenderemos si
contemplamos a la Sagrada Familia, en medio de su vida corriente. Pidámosles
que nos haga como niños delante de Dios.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org