Aunque su estancia no se prolongue, su mera presencia beneficia a los habitantes del lugar. Y acercarse a la pobreza del tercer mundo marca positivamente a cualquiera mínimamente bien dispuesto
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Carmen (nombre
alterado) terminó sus estudios con brillantez y comenzó a trabajar en la
delegación española de una multinacional. Visto su buen desempeño, al poco la
trasladaron a la sede europea: esperaba una carrera prometedora. Su novio, tan
valioso como ella, permitía completar el cuadro y soñar en un futuro
idilio compartido.
Inquieta y
deseosa de hacer algo por los demás, Carmen viajó en verano a
un país africano para echar una mano a las monjas que
regentaban un orfanato. Como a tantas otras personas antes y después que ella,
esa experiencia la transformó: una víctima más del «mal de
África». Volvió al centro, pero ya no para unas semanas, sino para seis
meses. Una de las niñas a las que cuidaba le robó el corazón y decidió
adoptarla. Ni su empresa ni su novio comprendían esa «deriva africana»
y rompieron con ella. A ella no le importó: después de varios años de trámites,
la niña está con ella en España. Carmen trabaja ahora en una pequeña empresa,
nada glamurosa, que le permite dedicar el tiempo necesario a su hija, feliz
en su nueva vida.
El caso de
nuestra protagonista es poco frecuente, sin duda. En el voluntariado se dan luces y sombras, como en todo
movimiento social. Hay jóvenes que viajan a lugares remotos so capa de
cooperación para hacer turismo en lugares exóticos y presumir con sus fotos en
Instagram. Si el trabajo ocupa media jornada, quedan las tardes y los fines de
semana para deambular y viajar por la zona. Resulta factible mantener el estilo
de ocio habitual, con la ventaja de que los padres están lejos.
¿Vale la pena
que cooperantes sin experiencia pasen un tiempo limitado en esos destinos? ¿Hay
margen para que su aportación deje una huella duradera? ¿Compensa dedicar
tiempo y dinero a esa tarea? Son preguntas oportunas, a las que
intentaré dar un esbozo de respuesta.
El panorama de
la cooperación internacional es muy variopinto. De entrada, contamos con una
multiplicidad de actores, de carácter público y privado: gobiernos,
Iglesias, centros educativos de todo tipo, desde colegios hasta
universidades; ONG, fundaciones, empresas y, por último, personas que trabajan
a título particular. Tanto las motivaciones como el rendimiento práctico varían
mucho. En algunos casos, puede buscarse un mero lavado de imagen. Una clave a
la hora de decidir si esa entidad merece que le donemos nuestro tiempo es la
proporción de sus gastos generales en relación con los recursos dedicados a la
ayuda efectiva. No pocas veces, subvenciones públicas y donativos privados se
destinan a financiar plantillas sobrecargadas, en un lamentable ejemplo
de parasitismo.
A este
respecto, hay que destacar organizaciones como Manos Unidas, que no
tiene grandes gastos de personal —trabaja mayoritariamente con voluntarios
también en las oficinas— y puede dedicar una gran parte de los recursos a
los programas sociales. Además, su red de contrapartes en los cinco
continentes tampoco cobra, pues se trata de iglesias o instituciones católicas
—guarderías, escuelas, dispensarios, clínicas, etcétera—. Hay garantía de que
hasta el último céntimo se gasta en servicio a los realmente necesitados.
Como en casi
todas las empresas humanas, la utilidad de las iniciativas de voluntariado
dependerá de la calidad humana de quienes las llevan a cabo. Supuesto
que la entidad promotora es digna de confianza, llega la hora de los
voluntarios. Tienen que mostrar que van a trabajar, con dedicación y
responsabilidad. Si dan la talla realmente, los efectos resultan claramente
beneficiosos. Aunque su estancia no se prolongue demasiado, su mera presencia
beneficia a los habitantes del lugar. Comprueban que no están solos, ven que
hay buenas personas que van a ayudar. Y si las visitas se repiten, como ocurre
con frecuencia, se crean lazos amistosos entre la población local y los
cooperantes. Esa conexión humana suele tener más valor, para ambas
partes, que la materialidad de los proyectos implementados.
Al margen de la
huella —material o espiritual— que dejen en el lugar, los voluntarios sueles
ser los primeros beneficiados. Salir de la zona de confort para
acercarse a la pobreza del tercer mundo marca positivamente a cualquiera que
esté mínimamente bien dispuesto. Así lo confirma una experiencia de
muchos años. El de Carmen no es un caso aislado: cuántos jóvenes, más o menos
frívolos o irresponsables, caen del caballo de una vida superficial y maduran a
través de esa actividad. Regresan a sus casas transformados, convertidos
en mejores personas. En términos egoístas y visto desde Occidente,
solamente por eso ya compensa que viajen lejos para ayudar. Van a cursar un
auténtico máster de la vida. Y si, además, se presta una asistencia
tangible a los más necesitados, me parece que conviene seguir alentando esos
proyectos. Los financiadores de esas actividades, los colaboradores —tanto en
la gestión como en el trabajo de campo— y los anfitriones y beneficiados de la
cooperación están llamados a discernir, a rechazar a los cuentistas
fraudulentos para quedarse con los honestos bienintencionados.
Por Alejandro Navas
Fuente: Alfa y Omega