“No se puede formar a la gente si no se está convencido de que lo que se defiende es lo mejor”
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Fotografía: Dani García |
Alicia Delibes,
sobrina del escritor Miguel Delibes, ha dedicado su vida a la educación,
primero como docente y más adelante desde el ámbito de la política y la
administración, en España y como delegada ante la OCDE, intentando revertir los
sistemas educativos que han llevado a España a los últimos puestos en los
rankings educativos. La autora de El suicidio de Occidente. La renuncia de la
transmisión del saber (Encuentro, 2024) analiza una crisis que urge afrontar
para salvar la civilización occidental.
¿Hemos
renunciado a la transmisión del saber en la educación?
Sí, porque lo
que cuenta hoy es transmitir una cierta ideología a través de esa disciplina,
en vez de instruir, que es el objetivo de la escuela. Hoy la transmisión de los
saberes no importa nada porque la escuela se ha utilizado para imponer un
pensamiento único. El Estado ha invadido terrenos en los que no debería haber
entrado.
¿Por qué es
el suicidio de Occidente?
Porque la
civilización occidental tiene una serie de instituciones que funcionan. Si esas
instituciones empiezan a no funcionar, Occidente empieza a decaer. La escuela
es una de ellas, pero hoy ya no intenta transmitir el conocimiento. Ahí empieza
a hundirse Occidente.
¿Esto en qué
se nota?
Con la
cultura woke que acusa a la cultura occidental de todos los
males. Si tú consideras que esta civilización no merece la pena, no la vas a
defender, ni vas a enseñar a defenderla. De ahí el suicidio de Occidente,
porque la gente ha perdido la convicción de que la civilización occidental
tenía cosas mucho mejores que, por ejemplo, la civilización musulmana, y que
ante la civilización musulmana yo defendería los valores de mi civilización.
Usted se
remonta hasta Rousseau como fuente de este problema.
Estas
corrientes pedagógicas beben de Rousseau, y esto también
incide en la educación en el hogar. El individuo educado por Rousseau no es
capaz de formarse su propio criterio; es un ciudadano sometido al poder. Otra
de sus falacias es que el niño nace libre y que son las reglas y las
instituciones las que lo esclavizan. Tras la Revolución francesa se adoptó esa
idea de que la libertad exige eliminar la jerarquía y esto se ha trasladado a
la educación. A partir de Mayo del 68 evoluciona con la invención de nuevos
derechos y la toma de un control cultural, político y social.
¿Se prepara
a los jóvenes para no pensar?
Es más fácil
manejar a un rebaño que a un grupo de personas. Se busca negar la conciencia
individual en favor de un grupo al que, sin embargo, se le dice qué pensar.
Esto es Rousseau puro. Es evidente que el sistema actual no quiere ciudadanos
que piensen por sí mismos, porque esto destruiría este control.
Usted además
denuncia el virus del igualitarismo.
Tocqueville alertaba
de que hay momentos en los que el hombre se obsesiona tanto con la igualdad que
prefiere ser igual en la esclavitud que ser libre. Pero cada individuo debe
desarrollar sus talentos. En mi colegio católico nos hablaban de la parábola de
los talentos. Pero eso va en contra de esta obsesión por el igualitarismo.
¿No choca
con la búsqueda del bien?
La sociedad
mejora cuando desarrollamos nuestras propias cualidades. Pero el igualitarismo
que se perfeccionó con Mayo del 68 y luego en las universidades de EE. UU. dice
que una sociedad verdaderamente democrática es la que consigue igualar las
inteligencias. Y una escuela tradicional no iguala las inteligencias, sino al
revés, favorece el desarrollo del talento, por lo tanto, conlleva
desigualdades. Si hay un primero de la clase, también hay un último. Y esto no
gusta. La teoría suena muy bonita: todos somos iguales y tiramos de todos hacia
arriba, pero hay un momento en que hay unos que no llegan.
¿El
igualitarismo empobrece?
Sí, porque
iguala por abajo. Hagamos un paralelismo entre un estudiante y un saltador de
altura. El atleta se enfrenta a un listón que va subiendo. Si salta 1,70 metros
la próxima vez intentará saltar 1,75. Esto hará que haya atletas que se queden
por debajo. En la cuestión académica pasa lo mismo. Si no puedes permitir que
nadie se quede debajo no subirás nunca el listón.
También
destaca la lacra del “sentimentalismo tóxico”.
Theodore
Dalrymple llama sentimentalismo tóxico al sentimentalismo que se
utiliza políticamente. Esto impera en la sociedad, no solamente en la
educación. Va unido a esta cultura de la victimización, que sirve como excusa a
mucha gente para esconder su ineptitud. Muchos llegan a ciertas cuotas de poder
no por su trayectoria, sino por su condición de colectivo pese a no tener
capacidades para el cargo.
¿El lenguaje
también tiene un papel importante en esta cuestión?
Sí, pues
consigues condicionar. Primero, decía Orwell en 1984, se
distingue al que está con nosotros y al que no está con nosotros. Si utilizas
el lenguaje de género ya te están clasificando. Luego al obligarte a hablar así
se llega al proceso condicional del pensamiento de la población y así se impone
desde el lenguaje un totalitarismo. Ya lo decía Gramsci: lo primero
que hay que hacer es apoderarse del lenguaje.
Una de las
señas de este tiempo la crisis de autoridad y de disciplina.
Hay una frase
de Chesterton que dice que no se puede formar a la gente si no
se está convencido de que lo que se defiende es lo mejor. Y Hanna
Arendt afirmaba que la falta de autoridad es una falta de
convencimiento. Esto ocurre en la educación. En Mayo del 68 esa acracia
mezclada con un nuevo comunismo ha conformado padres y educadores poco
convencidos. Esas dudas se traducen en una mala formación.
“No se puede
formar a la gente si no se está convencido de que lo que se defiende es lo
mejor”
Los jóvenes
de hoy son ya los nietos de esa generación.
La juventud hoy
demanda autoridad y disciplina, seriedad y convicciones. Le
Figaro informó de que el pasado Miércoles de Ceniza muchos jóvenes
querían hacer profesión pública de su fe mostrando la cruz en su frente. Hay
una reacción de la juventud que no somos capaces de ver aún. Son los propios
jóvenes los que demandan este cambio, aunque sin saber expresarlo o
manifestarlo.
¿Esto supone
un punto de inflexión?
Está emergiendo
de su interior porque ven que algo no cuadra en la sociedad y que se encuentran
desvalidos. Quieren todo aquello que no les hemos dado.
¿Aquí entra
el esfuerzo y el sacrificio?
Recuerdo una
vez que un político que ocupaba un alto cargo me dijo que el esfuerzo no es una
virtud, sino un vicio porque crea desigualdades. Una sociedad con estas ideas
no puede permitir que exista el esfuerzo porque entonces algunos destacarían
más que otros. Es la obsesión igualitaria de la que hablábamos por la cual la
gente acaba prefiriendo la igualdad a la libertad.
¿Cómo
podemos revertir esta situación?
Mirando al
pasado lo que se ha hecho bien. Así se puede aprender mucho porque ha colapsado
la innovación perpetua en la educación. El otro día vi un cuento en una
librería que decía: “De mayor quiero ser feliz”. ¿Cómo le vas a dar a leer esto
a un niño? Crearás un niño frustrado, que cree que puede tener todo cuando él
quiera, hasta que se dé cuenta de que así no es feliz. Por eso, lo primero que
hay que hacer es enseñar a leer buenos libros y seleccionar mucho mejor las
lecturas.
¿Ve algún
brote que dé esperanza?
Que los jóvenes
se den cuenta de que hay algo que les falta y lo busquen es una buena noticia.
En el fondo muestra que el hombre todavía no es un robot, ahora que la IA viene
con fuerza, porque el riesgo aquí es que seamos los humanos los que nos convirtamos
en robots. Nuestra generación tiene una responsabilidad con estos jóvenes que
buscan respuestas.
¿Qué diría a
los padres?
Que no sean
permisivos. El niño es el rey y tirano de la casa. Pero los propios niños
llegan a cansarse de que les hagan tanto caso. Demandan que alguien les marque
pautas y límites. Decirles que no les vendrá muy bien.
Por Javier
Lozano
Fuente: Revista Misión