Hemos de abrir nuestro
corazón a Dios en tiempo de quietud, hablar con Él
No podemos dejar de hablar con Dios todos los días. Y hacerlo
no significa que seamos místicos o que estemos mal de la cabeza. Dios está
presente –omnipresente, diría yo—en nuestras vidas y no es posible darle de
lado. También es bueno acostumbrarse a escucharle, a oír sus respuestas.
Bien pudiera ser que, de tanto hablarle –o pedirle cosas—no fuéramos capaces de escucharle. Pero, en fin, lo que se me ocurre, y de cara los lectores es hacerles la misma pregunta que aparece en el título de la presente carta: “¿tú hablas con Dios todos los días?”
Bien pudiera ser que, de tanto hablarle –o pedirle cosas—no fuéramos capaces de escucharle. Pero, en fin, lo que se me ocurre, y de cara los lectores es hacerles la misma pregunta que aparece en el título de la presente carta: “¿tú hablas con Dios todos los días?”
¿Hace falta mucha fe para hablar con Dios? ¿No se tendrá, a
veces, la sensación de que hablamos solos o con nosotros mismos? No, no. Porque
nosotros sabemos las respuestas que vamos a darnos. Y Él nos da otras bastante
distintas. Pero es posible que para algunos, que esperan las respuestas que más
le gustan, no acepten otras. Y por eso crean que Dios no les escucha. Es obvio
que hace falta fe para hablar con Dios, pero también gran humildad y una cierta
pasividad profunda, dejarnos hablar. No levantar barreras a sus palabras.
Pero hay que ir acostumbrándose a ese diálogo. Poco a poco.
Yo tengo algunas recetas, las cuales –no obstante—tardé en encontrarlas. Cuando
me enteré que Dios me quiso antes que yo a Él me sorprendí mucho. Había oído yo
aquello de ¡Amarás a Dios sobre todas las cosas! Pero nunca creí que Él tuviera
que amarme a mí. No le hace falta amarme, ya que es muy poderoso y lo tiene
todo, pero resulta que mi nacimiento, mi creación, fue un acto de amor. Sabemos
mucho de concepción humana, pero nada sabemos de la concreción de una
existencia determinada: ¿Por qué yo y no otro parecido, pero no igual? No hay
ningún hermano idéntico, ni siquiera los mellizos. Cada hombre, cada mujer, es
una singularidad muy especial. Y esa diferenciación está –como en todo—en manos
de Dios.
Cristo nos ha elegido
Cristo dice que no lo hemos elegido a Él, si no Él a
nosotros, a cada uno de nosotros. Yo pensaba que había elegido a Jesús, cuando,
conscientemente y con todo mi corazón, decidí seguirle. Entendía que yo pudiera
elegirle, pero, ¿cuáles eran mis méritos para que Él me eligiera? Pues, al
principio, no lo entendía.
Hay además una misión encargada por Dios y concretada por su
Hijo para cada uno de nosotros. Eso también se nos ha dicho en la Escritura.
Pero la Biblia, el Evangelio, no expresa cual es mi misión concreta. ¿Qué
hacer? Pues, no hay duda: preguntárselo a Él. Y de ahí –creo yo—comienza la
conversación, una charla ininterrumpida que –bueno—no siempre se entiende bien.
Hay cosas, de todos modos, que nos impiden hablar con Dios,
tranquilamente. Una es el pecado: la sensación de culpa no atora. Además el
pecado es siempre un “Non serviam”, un no quiero servirte, y se rompe el hilo,
se equivoca la frecuencia de la transmisión. Otra es el ruido interno y
externo. Hace mucho ruido el mundo, la ambición, el gusto por el dinero, la
búsqueda de honores, la proyección de la soberbia. Hemos de silenciar nuestra
conciencia y nuestro pensamiento. Y también calmarnos. Además, Él, Nuestro
Señor, pues nos hablará cuando Él quiera, o cuando más lo necesitemos nosotros,
situación de necesidad que tampoco siempre podremos evaluar bien.
Algunos ejemplos
Hay muchos ejemplos claros de estas conversaciones. San
Ignacio de Loyola “instituye” en sus Ejercicios Espirituales el hablar con Dios
–con el Hijo, con el Padre—mediante los llamados coloquios. Son el final
reparador de cada uno de los diferentes ejercicios. No es una singularidad para
muy de vez en cuando. Es una práctica continua. Santa Teresa de Jesús sitúa a
Dios en nuestro interior, en una moradas, las cuales van, dentro de nosotros,
mejorando su imagen y su audio, como en la técnica moderna audiovisual. Ignacio
de Loyola, incluso, “utilizaba” a las Divinas Personas, incluso a la Virgen
María, para que facilitasen estos coloquios, cuando la conversación “concreta”
no llegaba.
Hemos de intentarlo siempre. Hemos de abrir nuestro corazón a
Dios en tiempo de quietud, hablar con Él. De lo fácil y de lo difícil. De lo
que tenemos y de lo que nos sobra. Él siempre quiere hablar con nosotros,
aunque, a veces, nosotros no se lo permitimos.
Por Ángel
Gómez Escorial
Fuente: Betania