La experiencia de un joven, san Juan María Vianney, sobre el trabajo ofrecido a Dios a través de las manos de la Virgen María nos mueve a imitarlo para que rinda
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El trabajo se
convierte en una pesada carga para quienes no entienden que es una manera de
santificarse. Los santos nos lo enseñan con su ejemplo. Uno de ellos fue san Juan María Vianney, el santo Cura de Ars, quien tuvo una
infancia feliz pero dura. Cada experiencia forjó su alma para amoldarla a Dios,
con la ayuda de la Santísima Virgen María.
Un arduo
trabajo en el campo
El padre
Francisco Trochu narra en su libro, El Cura de Ars, que el niño Juan Vianney comenzó a
manejar pesados aperos de labranza para trabajar en el campo con su hermano
Francisco de nueve años y mayor que él. Su labor, entre otras actividades, era
arar la tierra, abrir surcos, podar árboles, atar haces de leña y recoger
nueces y manzanas.
Ciertamente, un
arduo trabajo para un niño de complexión robusta, como era entonces Juan María,
pero no por eso flojo; por el contrario, siempre estaba presto para la acción.
Sin embargo, aunque eran acciones sencillas, para él eran de gran valor porque las
ofrecía a Dios todos los días, con todo su corazón. En una catequesis explicó:
"Es
menester ofrecer a Dios nuestros pasos, nuestro trabajo y nuestro reposo. ¡Oh,
cuán hermoso es hacerlo todo por Dios! Ea, alma mía, si trabajas por Dios,
trabajarás tú, mas Dios bendecirá tus obras; serás tú quien andarás, mas Dios
bendecirá tus pasos [...] ¡Oh, qué belleza ofrecerse a Dios en sacrificio todas
las mañanas!"
Cuenta el padre
Trochu que un día, Juan María - ya con trece años - fue a la viña con su
hermano Francisco. Ahí se esforzó en trabajar tanto como él, lo que provocó que
regresara rendido de cansancio a su casa. Su madre, compadecida, pidió a
Francisco que no corriera tanto o que le ayudara al menor. La respuesta de
Francisco fue:
"Juan-María
no está obligado a hacer lo que yo; ¿qué diría la gente si el mayor adelantase
menos en el trabajo?"
Poner todo
en manos de la Virgen María
Ocurrió al día
siguiente un cambio de estrategia: Juan María había recibido como regalo una
estatuita de la Santísima Virgen encerrada en un estuche. Cuando se fue a
trabajar como de costumbre, y "antes de poner manos a la obra, le besó
devotamente los pies y la puso delante de sí tan lejos cuanto le fue
posible". De regreso a su casa, dijo a su madre:
"Confiaré
siempre en la Virgen. Hoy la he invocado y se ha dignado ayudarme: ya puedo
seguir en el trabajo a mi hermano y no siento fatiga alguna".
Desde entonces,
conservó la costumbre de saludar a la Virgen al dar cada hora y al mismo tiempo
que rezaba el Avemaría, recitaba:
"¡Bendito
sea Dios! ¡Ánimo, alma mía!, el tiempo pasa; la eternidad se acerca. Vivamos
tal como hemos de morir. Bendita sea la Inmaculada Concepción de María, Madre
de Dios".
Hagamos lo
mismo para aligerar la carga de las labores diarias y démosles sentido de
eternidad.
Mónica Muñoz
Fuente: Aleteia