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Dominio público |
Y sucedió
que cuando hacía oración en cierto lugar, al terminarla, le dijo uno de sus
discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». El
les respondió: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu
Reino; nuestro pan cotidiano dánosle cada día; y perdónanos nuestros pecados,
puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos dejes
caer en la tentación». Y les dijo: «¿Quién de vosotros que tenga un amigo, y
acuda a él a media noche y le diga: "Amigo, préstame tres panes, porque un
amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle", le responderá
desde dentro: "No me molestes, ya está cerrada la puerta; yo y los míos
estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos?". Os digo que, si no se
levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su importunidad se levantará
para darle cuanto necesite». Así, pues, yo os digo: “Pedid y se os dará; buscad
y hallaréis; llamad y se le abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que
busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá. Pues, ¿qué padre habrá entre
vosotros a quien si el hijo le pide un pez, en lugar de un pez le dé una
serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dé un escorpión? Si, pues, vosotros,
siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre
del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lucas 11,1-13).
I. Jesús se retiraba a orar, con
frecuencia, muy de mañana y a lugares apartados. Sus discípulos le encontraron
muchas veces en un diálogo lleno de ternura con su Padre del Cielo. Y un día,
al terminar la oración, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a
orar... Esto hemos de pedir también nosotros: Jesús, enséñame a tratarte, dime
cómo y qué cosas debo pedirte... Porque en ocasiones -incluso aunque llevemos
años haciendo oración- estamos delante de Dios como el niño que apenas sabe
pronunciar unas cuantas palabras mal aprendidas.
El Señor les enseñó entonces el modo
de rezar y la oración por excelencia: el Padrenuestro. Sus labios pronunciarían
cada palabra de esta oración universal con una particular entonación. Y nos
señala la confianza que hemos de tener siempre en todo diálogo con Dios al
mostrar nuestra radical necesidad, porque esa confianza es fundamento de toda
oración verdadera: ¿Quién de vosotros que tenga un amigo, y acuda a él a
medianoche y le diga: Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha
llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle...? Os digo que si no se levanta a
dárselos por ser su amigo, al menos por su importunidad se levantará para darle
cuanto necesite. Una buena parte de nuestras relaciones con Dios están
definidas por la petición confiada. Somos hijos de Dios, hijos necesitados, y
Él sólo desea darnos, y en abundancia: pues, ¿qué padre habrá entre vosotros a
quien si el hijo le pide un pez, en lugar de un pez le dé una serpiente? ¿O si
le pide un huevo, le dé un escorpión? El Señor mismo sale fiador de nuestra
petición: todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama,
se le abrirá. No pudo ser más categórico. Sólo nos iremos de vacío si nos
sentimos satisfechos de nosotros mismos; si pensáramos que nada necesitamos,
porque nos hubiéramos contentado con unas metas bien cortas, o porque
hubiéramos pactado con defectos y flaquezas. Colmó de bienes a los hambrientos,
y a los ricos los despidió sin nada. Debemos acudir al Sagrario como gente muy
necesitada ante Quien todo lo puede: como acudían a Jesús los leprosos, los
ciegos, los paralíticos... «Rezar -señalaba Juan Pablo II al comentar este
pasaje del Evangelio- significa sentir la propia insuficiencia a través de las
diversas necesidades que se presentan al hombre, y que forman parte de su vida:
la misma necesidad del pan a que se refiere Cristo, poniendo como ejemplo al
hombre que despierta a su amigo a medianoche para pedírselo. Tales necesidades
son numerosas. La necesidad de pan es, en cierto sentido, el símbolo de todas
las necesidades materiales, de las necesidades del cuerpo humano (...). Pero la
escala de estas necesidades es más amplia...».
La humildad de sentirnos limitados,
pobres, carentes de tantos dones, y la confianza en que Dios es el Padre
incomparable pendiente de sus hijos, son las primeras disposiciones con las que
debemos acudir diariamente a la oración. «Si nosotros aprendemos en el sentido
pleno de la palabra, en su plena dimensión, la realidad Padre, hemos aprendido
todo (...). Aprender quién es el Padre quiere decir adquirir la certeza
absoluta de que Él no podrá rechazar nada. Todo esto se dice en el Evangelio de
hoy. Él no te rechaza ni siquiera cuando todo, material y psicológicamente,
parece indicar el rechazo. Él no te rechaza jamás». Nunca deja de atendernos.
El sentido de nuestra filiación divina y la conciencia de la propia indigencia
y debilidad deben estar siempre presentes en nuestro trato con Dios.
II. Todo el que pide, recibe; y el
que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá. Ante todo debemos pedir y
buscar los bienes del alma, querer amar cada día más al Señor, deseos
auténticos de santidad en medio de las peculiares circunstancias en las que nos
encontremos. También debemos pedir los bienes materiales, en la medida en que
nos sirvan para alcanzar a Dios: la salud, bienes económicos, lograr ese empleo
que quizá nos es necesario...
«Pidamos los bienes temporales
discretamente -nos aconseja San Agustín-, y tengamos la seguridad -si los
recibimos- de que proceden de quien sabe que nos convienen. ¿Pediste y no
recibiste? Fíate del Padre; si te conviniera te lo habría dado. Juzga por ti
mismo. Tú eres delante de Dios, por tu inexperiencia de las cosas divinas, como
tu hijo ante ti con su inexperiencia de las cosas humanas. Ahí tienes a ese
hijo llorando el día entero para que le des un cuchillo o una espada. Te niegas
a dárselo y no haces caso de su llanto, para no tener que llorarle muerto.
Ahora gime, se enfada y da golpes para que le subas a tu caballo; pero tú no le
haces caso porque, no sabiendo conducirlo, le tirará o le matará. Si le rehusas
ese poco, es para reservárselo todo; le niegas ahora sus insignificantes
demandas peligrosas para que vaya creciendo y posea sin peligro toda la
fortuna». Así hace el Señor con nosotros, pues somos como el niño pequeño que
muchas veces no sabe lo que pide.
Dios quiere siempre lo mejor; por
eso, la felicidad del hombre se encuentra siempre en la plena identificación
con el querer divino, pues, aunque humanamente no lo parezca, por ese camino
nos llegará la mayor de las dichas. Cuenta el Papa Juan Pablo II cómo le
impresionó la alegría de un hombre que encontró en un hospital de Varsovia
después de la insurrección de aquella ciudad durante la Segunda Guerra Mundial.
Estaba gravemente herido y, sin embargo, era evidente su extraordinaria
felicidad. «Este hombre llegó a la felicidad -comentaba el Pontífice- por otro
camino, ya que juzgando visiblemente su estado físico desde el punto de vista
médico, no había motivos para ser tan feliz, sentirse tan bien y considerarse
escuchado por Dios. Y sin embargo había sido escuchado en otra dimensión de su
humanidad», en aquella dimensión en la que el querer divino y el humano se
hacen una sola cosa. Por eso, lo que nosotros debemos pedir y desear es hacer
la voluntad de Dios: hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo. Y éste
es siempre el medio para acertar, el mejor camino que podíamos haber soñado,
pues es el que preparó nuestro Padre del Cielo. «Dile: Señor, nada quiero más
que lo que Tú quieras. Aun lo que en estos días vengo pidiéndote, si me aparta
un milímetro de la Voluntad tuya, no me lo des». ¿Para qué lo quiero yo, si Tú no
lo quieres? Tú sabes más. Hágase tu voluntad...
III. La Primera lectura de la Misa
nos muestra otro ejemplo conmovedor: la súplica de Abrahán, el amigo de Dios,
por aquellas ciudades que tanto habían ofendido a Dios y que iban a ser
destruidas: ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay
cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirías y no perdonarás el lugar por
los cincuenta inocentes que hay en él? Abrahán tratará de salvar las ciudades,
«regateando» con Dios, en el que confía y del que se siente verdaderamente
querido. Y habla poniendo delante de Dios el inmenso tesoro que son unos
cuantos justos, unos cuantos santos.
El Señor se complace tanto en quienes
son justos, en quienes le aman y por tanto cumplen su voluntad, que estará
dispuesto a perdonar a miles de pecadores que cometieron incontables ofensas
contra Él, con tal de que se encuentren diez justos en la ciudad. Tan agradable
es a Dios el amor y la adoración de estos pocos que es capaz de olvidar las
iniquidades de aquellas ciudades. Es una enseñanza clara para nosotros, que
queremos seguir al Señor de cerca -¡con obras!- y contarnos entre sus íntimos,
pues a veces puede insinuarse en el alma la tentación de preguntarse: ¿de qué
sirve que yo trate de luchar y de esforzarme en cumplir con fidelidad la
voluntad de Dios, si son tantos los que le ofenden y quienes viven como si Él
no existiera o como si no mereciera ningún interés? Dios tiene otras medidas,
bien distintas de las humanas, acerca de la utilidad de una vida. Un día, al
final, el Señor nos hará ver la eficacia enorme, más allá del tiempo y de la
distancia, de aquella madre de familia que gastó sus días en sacar la familia
adelante; el valor para toda la Iglesia del dolor de aquel enfermo que ofreció
diariamente al Señor sus padecimientos; el «precio» de una hora de estudio o de
trabajo convertida en oración...
Con una medida que sólo la
misericordia divina conoce, a Yahvé le hubieran bastado diez justos para salvar
a Sodoma y Gomorra. Las obras de estos justos, puestas en una balanza, habrían
pesado más que todos lo pecados de aquellos miles de infelices pecadores.
Nosotros, cuando procuramos ser fieles al Señor, hemos de experimentar la
alegría de saber que esta entrega, a pesar de nuestros muchos defectos, es el
gozo de Dios en el mundo. Él está pronto a escuchar nuestra oración. Y debemos
pedir cada día por la sociedad que nos rodea, pues parece alejarse cada vez más
de Dios. «La oración de Abrahán -comenta el Papa Juan Pablo II- es muy actual
en los tiempos en los que vivimos. Es necesaria una oración así, para que todo
hombre justo trate de rescatar al mundo de la injusticia».
Terminemos nuestra oración haciendo
el propósito de aprender a orar, de aprender a pedir como hijos. Hemos de
acudir al Señor con mucha frecuencia, pues nos encontramos tan necesitados como
aquellos que se agolpaban a la puerta, esperando de Él la salud del alma o del
cuerpo. La Virgen Nuestra Madre nos enseñará a ser audaces en la petición. A
Ella le rogamos que nos ayude a conseguir, con nuestro apostolado, que en todos
los ambientes -en cada ciudad y en todo pueblo, en cada lugar de trabajo y en
toda profesión- haya esos diez, veinte, cincuenta... justos que son agradables
a Dios y en los que Él se puede apoyar.