EL PODER DE PERDONAR LOS PECADOS
Dominio público |
II.
En la Confesión encontramos a Jesús, como le encontró el buen ladrón, o la
mujer pecadora, o la samaritana, y tantos otros...
III.
La potestad de perdonar los pecados fue entregada a los Apóstoles y a sus
sucesores.
«Si
tu hermano peca contra ti, ve y corrígele a solas tú con él. Si te escucha,
habrás ganado a tu hermano. Si no escucha, toma entonces contigo a uno o dos,
para que cualquier asunto quede firme por la palabra de dos o tres testigos.
Pero si no quiere escucharlos, díselo a la Iglesia. Si tampoco quiere escuchar
a la Iglesia, tenlo por pagano y publicano.
Os
aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo
que desatéis en la tierra quedará desatado en el Cielo. Os aseguro también que
si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que
quieran pedir; mi Padre que está en los Cielos se lo concederá. Pues donde hay
dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.» (Mateo 18, 15-20)
I.
Jesús conoce bien nuestra flaqueza y debilidad. Por eso instituyó el sacramento
de la Penitencia. Quiso que pudiéramos enderezar nuestros pasos, cuantas veces
fuera necesario; tenía el poder de perdonar los pecados y lo ejerció repetidas
veces: con la mujer sorprendida en adulterio, con el buen ladrón suspendido en
la cruz, con el paralítico de Cafarnaún... Vino a buscar y salvar lo que estaba
perdido, también ahora, en nuestros días. Los Profetas habían preparado y
anunciado esta reconciliación del todo nueva, del hombre con Dios. Así se
refleja en las palabras de Isaías: Venid y entendámonos -dice Yahvé-.
Aunque
vuestros pecados fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque
fuesen rojos como la púrpura, llegarán a ser como la blanca lana. Fue ésta
también la misión del Bautista, que vino a predicar un bautismo de penitencia
para la remisión de los pecados. ¿Cómo se extrañan algunos de que la Iglesia
predique la necesidad de la Confesión? Jesús muestra su misericordia, de modo
especial, en su actitud con los pecadores. «Yo tengo pensamientos de paz y no
de aflicción (Jer 29, 11), declaró Dios por boca del profeta Jeremías. La
liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en Él se nos manifiesta con toda
claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos
en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a
perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría».
Y
no sólo quiso que alcanzasen el perdón aquellos que le encontraron por los
caminos y ciudades de Palestina, sino también cuantos habrían de venir al mundo
a lo largo de los siglos. Para eso dio la potestad de perdonar los pecados a
los Apóstoles y a sus sucesores a lo largo de los siglos. De modo solemne
prometió el Señor a Pedro el poder de perdonar los pecados, cuando éste le
reconoció como Mesías. Poco tiempo después -se lee en el Evangelio de la Misa
de hoy- lo extendió a los demás Apóstoles: Os aseguro que todo lo que atéis en
la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo que desatéis en la tierra
quedará desatado en el Cielo. La promesa se hizo realidad el mismo día de la
Resurrección: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les
serán perdonados, a quienes se los retuviereis les serán retenidos. Fue el
primer regalo de Cristo a su Iglesia.
El sacramento de la Penitencia es una expresión portentosa
del amor y de la misericordia de Dios con los hombres. «Porque Dios, aun
ofendido, sigue siendo Padre nuestro; aun irritado, nos sigue amando como a
hijos. Sólo una cosa busca: no tener que castigarnos por nuestras ofensas, ver
que nos convertimos y le pedimos perdón». Demos gracias al Señor en nuestra
oración de hoy por el don tan grande que significa poder ser perdonados de
errores y miserias; ahora, en la oración ante Él, podemos preguntarnos: ¿son
hondas y bien preparadas nuestras confesiones?.
II.
El incomparable bien que el Señor nos otorgó al instituir el sacramento de la
Penitencia se desprende de muchas razones, que nos mueven a ser agradecidos con
Él y a amar cada vez más este sacramento. Su consideración nos ayudará también
a cuidar mejor la frecuencia con la que lo recibimos.
En primer lugar, la Confesión no es un mero remedio
espiritual que el sacerdote posee para sanar el alma enferma o incluso muerta a
la vida de la gracia. Esto es mucho, pero a nuestro Padre Dios le pareció poco.
Y lo mismo que el padre de la parábola no concedió el perdón a su hijo a través
de un emisario, sino que corrió él en persona a su encuentro, así el Señor, que
anda buscando al pecador, se hace presente en la persona del confesor y nos
acoge. Cristo mismo, por medio del sacerdote, nos absuelve, porque cada
sacramento es acción de Cristo.
En la Confesión encontramos a Jesús, como le encontró el
buen ladrón, o la mujer pecadora, o la samaritana, y tantos otros...; como el
mismo Pedro, después de sus negaciones. Por ser la remisión de los pecados una
acción de Cristo, es a la vez una acción de su Cuerpo Místico inseparable, que
es la Iglesia.
También hemos de dar gracias por la universalidad de este
poder otorgado a la Iglesia, en la persona de los Apóstoles y de sus sucesores.
El Señor está dispuesto a perdonarlo todo, de todos y siempre, si encuentra las
debidas disposiciones. «La omnipotencia de Dios -dice Santo Tomás- se
manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque
la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonar libremente».
Jesús nos dice: he venido para que tengan vida y la tengan
en abundancia. En la Confesión nos da la oportunidad de vaciar el alma de toda
inmundicia, de limpiarla bien: «Imagina que Dios te quiere hacer rebosar de
miel: si estás lleno de vinagre, ¿dónde va a depositar la miel?, pregunta San
Agustín. Primero hay que vaciar lo que contenía el recipiente (...): hay que
limpiarlo aunque sea con esfuerzo, a fuerza de frotarlo, para que sea capaz de
recibir esta realidad misteriosa». De este modo, con ese pequeño esfuerzo que
supone la delicada recepción frecuente del sacramento, el examen diligente, el
dolor y el propósito bien hechos, el Espíritu Santo va logrando en nuestra alma
la delicadeza de conciencia: no la conciencia escrupulosa, que ve pecado donde
no lo hay, sino la finura interior que afianza una fuerte decisión de tener
horror al pecado mortal y de huir de las ocasiones de cometerlo, a la vez que
hace crecer el empeño sincero de detestar el pecado venial.
De
este modo, la Confesión nos llena de confianza en la lucha, y quienes la
practican experimentan que es ciertamente «el sacramento de la alegría». ¿Cómo
no agradecer al Señor esa muestra patente de su misericordia? ¿Cómo no valorar
-y dar a conocer a otros- cada vez más este sacramento? Con la eficacia
silenciosa de su acción incesante, en el sacramento de la Penitencia el
Espíritu Santo nos va dando el «sentido del pecado», nos enseña a dolernos más,
a valorar con más profundidad la ofensa a Dios, e infunde en nosotros un
espíritu filial de desagravio y de reparación.
Por
eso, la Confesión puntual, contrita, bien preparada, es manifestación
inequívoca de espíritu de penitencia. Agradezcamos al Espíritu Santo haber
inspirado a los Pastores de la Iglesia el fomento de la Confesión frecuente:
con ella progresamos en la humildad, combatimos con eficacia las malas
costumbres -hasta desarraigarlas-, podemos hacer frente a la tibieza,
robustecemos nuestra voluntad y aumenta en nosotros la gracia santificante, en
virtud del sacramento mismo. ¡Cuántos beneficios nos concede el Señor a través
de este sacramento!
III.
La potestad de perdonar los pecados fue entregada a los Apóstoles y a sus
sucesores. Sólo tiene facultad de perdonar los pecados quien haya recibido el
Orden sacramental. San Basilio comparaba la Confesión con el cuidado a los
enfermos, comentando que así como no todos conocen las enfermedades del cuerpo,
tampoco las enfermedades del alma las puede curar cualquiera. Pero, a
diferencia de los médicos, al sacerdote no le viene su poder de su ciencia, ni
de su prestigio, ni de la comunidad, sino que le llega directa y gratuitamente
de Dios, a través del sacramento del Orden.
Por disposición divina, para mejor ayudar al penitente a
ser sincero y a profundizar en las raíces de su conducta, así como para
defender la pureza del Cuerpo Místico de Cristo, el confesor, que hace las
veces de Cristo, debe juzgar las disposiciones del pecador -el dolor y
propósito de la enmienda- antes de admitirle por la absolución a una más plena
comunión con la Iglesia. Por eso, el sacramento de la Penitencia es un
verdadero juicio al que se somete el pecador; pero es un juicio que se ordena al
perdón del que se declara culpable. «¡Mira qué entrañas de misericordia tiene
la justicia de Dios! -Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa
su culpa: y, en el divino, se perdona. »¡Bendito sea el santo Sacramento de la
Penitencia!».
El
sacerdote no podría absolver a quien no está arrepentido de su pecado; a los
que, pudiendo, se niegan a restituir lo robado; a quienes no se deciden a
abandonar la ocasión próxima de pecado; y, en general, a quienes no se proponen
seriamente apartarse de los pecados y enmendar su vida. Ellos mismos se
excluyen de esta fuente de misericordia.
El juicio del sacramento de la Penitencia es, en cierto
modo, adelanto y preparación del juicio definitivo, que tendrá lugar al final
de la vida. Entonces comprenderemos en toda su profundidad la gracia y la
misericordia divina en el momento en que se nos perdonaron los pecados. Nuestro
agradecimiento no tendrá entonces límites, y se manifestará en dar gloria a
Dios eternamente por su gran misericordia. Pero el Señor nos quiere también
agradecidos en esta vida. Demos gracias a Dios y pidamos que nunca falten en su
Iglesia sacerdotes santos, dispuestos a impartir este sacramento con amor y
dedicación.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org