EL TESORO Y LA PERLA PRECIOSA
II. Dios pasa por la vida de cada persona en circunstancias bien
determinadas de edad, trabajo, etc. Pasa y llama.
III. Generosidad ante la llamada del Señor.
“El Reino de los Cielos
es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre,
vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y
compra el campo aquel.
También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader
que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor,
va, vende todo lo que tiene y la compra” (Mateo 13,44–46).
I. El Reino de los Cielos
es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre,
lo oculta y, gozoso del hallazgo, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo.
También es semejante a un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra
una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.
Con
estas dos parábolas descubre Jesús en el Evangelio de la Misa el valor supremo
del Reino de Dios y la actitud del hombre para alcanzarlo. El tesoro y la perla
han sido imágenes empleadas para expresar tradicionalmente la grandeza de la
propia vocación, el camino para alcanzar a Cristo en esta vida y después, para
siempre, en el Cielo.
El
tesoro significa la abundancia de dones que se reciben con la vocación: gracias
para vencer los obstáculos, para crecer en fidelidad día a día, para el
apostolado...; la perla indica la belleza y la maravilla de la llamada: no
solamente es algo de altísimo valor, sino también el ideal más bello y perfecto
que el hombre puede conseguir.
Hay
una novedad en esta segunda parábola con respecto a la del tesoro: el hallazgo
de la perla supone una búsqueda esforzada, el tesoro se presenta de improviso.
Así puede pasar con Jesús y su llamada: muchos pueden haber encontrado la
vocación casi sin buscarla: un tesoro que de pronto les deslumbra; en otras
personas, Dios ha puesto una inquietud íntima en su corazón que les lleva a
buscar perlas de más valor, dando todo cuanto tienen al encontrarlas; Dios les
pone en el alma una insatisfacción hacia las cosas que no les acaban de llenar,
y les urge a seguir buscando: Quid adhuc mihi de est?, ¿Qué me falta?, habrán
preguntado tantos al Señor en la intimidad de su alma. En ambos casos -un
encuentro repentino o una búsqueda larga- se trata de algo de grandísimo precio:
«un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un
cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero
que estaba en su mente desde toda la eternidad».
El
hombre que descubre su vocación siempre ha tenido que esforzarse para seguirla,
pues el Señor llama, invita, pero no coacciona.
Una
vez descubierta la perla o encontrado el tesoro, es necesario dar un paso más.
La actitud que se ha de tomar es idéntica en ambas parábolas y está descrita
con los mismos términos: va y vende cuanto tiene y lo compra; el
desprendimiento, la generosidad, es condición indispensable para alcanzarlo.
«Escribías: "(...) Este pasaje del Santo Evangelio ha caído en mi alma
echando raíces. Lo había leído tantas veces, sin coger su entraña, su sabor
divino".
»¡Todo...,
todo se ha de vender por el hombre discreto, para conseguir el tesoro, la
margarita preciosa de la Gloria!». ¡Nada hay que tenga tanto valor!
II. El descubrimiento de
los planes divinos proporciona al alma la clave para descifrar el propio
pasado. En ese momento encajan las piezas de lo que hasta ahora era como un
rompecabezas: por qué conocimos a aquella determinada persona, las ayudas
especiales que experimentamos en un determinado momento... La vocación también
proyecta su luz sobre la vida futura, que se ve plena de sentido.
Ni
el hombre que encontró el tesoro, ni el que halló la perla, echan de menos lo
que antes poseían y que vendieron. Tal es la nueva riqueza, que ninguna otra
cosa dejada debe añorarse. Lo mismo sucede a aquel que se desprende de todo por
amor a Cristo: lo deja todo, y lo halla todo. Su vida, en apariencia la misma,
es bien distinta.
El
Señor subraya en la parábola el gozo con que vende sus posesiones. Cabe pensar
que serían cosas a las que tendría aprecio: la casa, el mobiliario, los
adornos... representaban el esfuerzo de años de trabajo. Pero lo vende todo,
sin regateos, sin pensarlo demasiado, con alegría. Lo vende todo porque sabe
bien el tesoro que ha encontrado. Ante éste, todo lo demás carece de
importancia.
Dios
pasa por la vida de cada persona en unas circunstancias bien determinadas, a
una edad concreta, en situaciones distintas; y exige de acuerdo con esas
condiciones, que Él mismo ha previsto desde la eternidad. Jesús pasa y llama: a
unos a la primera hora, cuando aún tienen pocos años, y les pide sus
ambiciones, las esperanzas y proyectos de un futuro que, a esa edad, parece
lleno de promesas; a otros, en la madurez de la vida... o en su declinar.
A
muchos, la mayoría, el Señor los encontrará en su trabajo de hombres y mujeres
corrientes en medio del mundo, y querrá que sigan siendo fieles corrientes para
que santifiquen ese mundo en cuyas entrañas se encuentran, a través de su
profesión, de su prestigio profesional quizá duramente adquirido, con una
entrega plena y total. A otros los encuentra el Señor en el matrimonio y les
pide que santifiquen su familia y se den a Él por entero, en sus peculiares
circunstancias.
En
cualquier edad en la que se reciba la llamada, el Señor da una juventud
interior que lo renueva todo, la llena de ilusiones a estrenar y de afán
apostólico. Ecce nova facio omnia, dice el Señor; Yo puedo renovarlo todo:
acabar con la rutina en la vida, enseñar a mirar más lejos y más arriba. ¿Cuál
es la mejor edad para entregarse a Dios? Aquella en la que el Señor llama. Lo
importante es ser generoso con Él entonces y siempre, sin confiar en que habrá
otra oportunidad, que tal vez no llegue nunca; sin suponer tampoco que ya se ha
pasado el tiempo de las decisiones llenas de audacia y de valentía, que es
demasiado tarde..., o demasiado pronto.
III. Es semejante el Reino
de los Cielos a un comerciante que anda en busca de perlas finas, y hallando
una muy preciosa, vende cuanto tiene y la compra... En comparación de aquélla
-comenta San Gregorio Magno- nada tiene valor, y el alma abandona todo cuanto
había adquirido, derrama todo cuanto había congregado y considera deforme todo
lo que le parecía bello en la tierra, porque sólo brilla en el alma el
resplandor de aquella perla preciosa.
Quien
es llamado -cualquiera que sea su situación personal- debe entregar al Señor
todo lo que le pide: con frecuencia, todo lo que esté en condiciones de darle.
Las circunstancias, sin embargo, son distintas y, por tanto, darlo todo no
siempre significará materialmente lo mismo: una persona casada, por ejemplo, no
puede ni debe abandonar lo que, por voluntad de Dios, pertenece a los suyos: el
amor a su mujer o a su marido, la dedicación a su familia, la educación de los
hijos...
Al
contrario, para esta persona, darlo todo supone vivir la vida de un modo nuevo,
cumpliendo mejor con sus deberes legítimos; supone trabajar más y mejor; vivir
heroicamente sus obligaciones familiares; desvivirse para educar humana y
cristianamente a sus hijos; preocuparse de otras familias amigas; hablar de
Dios con la conducta y con la palabra; buscar tiempo para colaborar en tareas
de apostolado...; «en la vida real de un hombre o de una mujer casados, que
después descubren la significación vocacional de su matrimonio, el "descubrimiento"
aparece siempre como una dimensión concreta de su vocación cristiana, que es lo
radical; y su respuesta, como un aspecto -importante- de su total obediencia de
fe, que comporta necesariamente otros muchos aspectos».
Cuando
se quiere seguir al Señor más de cerca -en cualquier estado y situación-, se
comprende que no pueda uno quedarse encerrado en su pequeño mundo, en el que
tal vez se había instalado como si fuera definitivo. Se entiende que es preciso
dar claridad a los otros, llegar más lejos, entrar más a fondo en el propio
ambiente para transformarlo desde dentro, ampliando el círculo de amistades,
llegando a un apostolado más intenso y extenso, dando luz a muchas almas,
porque el mundo está a oscuras.
La
llamada del Señor es el acontecimiento más grande que nos puede suceder, como a
aquellos a quienes Jesús llamó a orillas del lago de Genesaret. Sin embargo,
seguir a Cristo en una entrega plena nunca es fácil. Quien se encuentra
instalado en una posición más o menos estable, el que considera que tiene su
vida hecha, puede ver que peligra esa tranquilidad conquistada, en la que se
supone con pleno derecho. Y eso es precisamente lo que Cristo pide: romper con
la rutina, con la medianía, con la vulgaridad cómoda.
La
vocación siempre exige renuncia y un cambio profundo en la propia conducta. La
llamada reclama para Dios todo lo que uno se había reservado para sí mismo, y
pone al descubierto apegamientos, flaquezas, reductos que se suponían
intocables y que, sin embargo, es preciso destruir para adquirir el tesoro sin
precio, la perla incomparable. Es Jesús el que nos busca: no me elegisteis
vosotros a Mí, sino que Yo os he elegido a vosotros. Y si Él llama, también da
las gracias necesarias para seguirle, en los comienzos y a lo largo de toda la vida.
San
José, nuestro Padre y Señor, encontró el tesoro de su vida y la perla preciosa
en el encargo de cuidar de Jesús y de María aquí en la tierra. Pidámosle hoy
que nos ayude siempre a vivir con plenitud y alegría lo que Dios quiere de cada
uno de nosotros, y que entendamos en todo momento que nada vale la pena tanto
como el cumplimiento de la propia vocación.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org