SIN RESPETOS HUMANOS
II. Vencer los respetos humanos, parte de la virtud de la fortaleza.
III. Muchos necesitan el testimonio claro de nuestro sentir cristiano.
Ejemplaridad.
“En aquel tiempo, fue
Jesús a su ciudad y se puso a enseñar en la sinagoga. La gente decía admirada:
-«¿De dónde saca éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del
carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y
Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso?» Y
aquello les resultaba escandaloso.
Jesús les dijo: -«Sólo en su tierra y en su
casa desprecian a un profeta.» Y no hizo allí muchos milagros, porque les
faltaba fe” (Mateo 13,54-58).
I. Cuando Jesús inició su
vida pública, muchos vecinos y parientes le tomaron por loco, y en su primera
visita a Nazaret, que leemos en el Evangelio de la Misa, sus paisanos se niegan
a ver en Él nada sobrenatural y extraordinario. En sus palabras se puede ver la
envidia, apenas contenida. ¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos
poderes? ¿No es éste el hijo del artesano?... Y se escandalizaban de Él.
Desde
el principio, Jesús arrostró una corriente de maledicencias y de desprecios,
nacidas de egoísmos cobardes, porque proclamaba la Verdad sin respetos humanos.
Esa corriente iría aumentando con los años, hasta desatarse en calumnias y en
persecución abierta, que le llevaría a la muerte. Sus mismos enemigos
reconocerán en ocasiones diversas: Maestro, sabemos que eres sincero y que con
verdad enseñas el camino de Dios, sin darte cuidado de nadie, y que no haces
acepción de personas.
La
misma disposición -desprendimiento de juicios y alabanzas- pide el Maestro a
sus discípulos. Los cristianos debemos cultivar y defender el debido prestigio
profesional, moral y social, justamente labrado, porque forma parte de la
dignidad humana, y para llevar a cabo la labor apostólica que hemos de realizar
en medio de nuestras tareas.
Pero
no debemos olvidar que, en muchas ocasiones, nuestra conducta chocará con el
comportamiento de los que se oponen a la moral cristiana, o de aquellos otros
que se han aburguesado en el seguimiento de Cristo. Además, el Señor nos puede
pedir también ‑en circunstancias extraordinarias- que renunciemos incluso a ese
patrimonio de honra, y aun a la misma vida. Y a eso estamos dispuestos, con la
ayuda de la gracia. Todo lo nuestro es del Señor.
El
cristiano debe rechazar el miedo de parecer chocante si, por vivir como
discípulo de Cristo, su conducta es mal interpretada o claramente rechazada.
Quien ocultara su condición de cristiano en medio de un ambiente de costumbres
paganas, se doblegaría, por cobardía, al respeto humano, y sería merecedor de
aquellas palabras de Jesús: quien me niegue ante los hombres, Yo también le
negaré ante mi Padre que está en los cielos. El Señor nos enseña que la
confesión de la fe -con todas sus consecuencias, en cualquier ambiente- es
condición para ser discípulo suyo.
De
este modo se comportaron muchos fieles seguidores de Jesús, como José de
Arimatea y Nicodemo, que -siendo discípulos ocultos del Señor- no tuvieron
inconveniente en dar la cara a la hora en que humanamente parece todo perdido,
pues Jesús ha muerto crucificado. Ellos, al contrario de otros, «son valientes
declarando ante la autoridad su amor a Cristo -"audacter"- con
audacia, a la hora de la cobardía». Así se comportaron después los Apóstoles,
que se mostraron firmes ante el abuso del Sanedrín y ante las persecuciones de
los paganos, bien convencidos de que la doctrina de la Cruz de Cristo es
necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es
fuerza de Dios.
Y
el mismo San Pablo, que nunca se avergonzó de predicar el Evangelio, escribía a
su discípulo Timoteo: no nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de
fortaleza, de amor y de templanza. No te avergüences jamás del testimonio de
nuestro Señor. Son palabras dirigidas hoy a nosotros para que mantengamos la
fidelidad al Maestro cuando las circunstancias o el ambiente se presenta
adverso.
II. La vida del cristiano
ha de desarrollarse llena de normalidad, allí donde le ha tocado vivir, pero
con frecuencia representará un fuerte contraste con modos de obrar tibios,
aburguesados o indiferentes, y más con tantos comportamientos anticristianos,
que no raramente son indignos de un ser humano. En estos casos, es lógico que
la diferencia sea más llamativa; y no ha de sorprendernos que quienes actúan al
margen de las enseñanzas de Cristo juzguen injustamente a los cristianos y que exterioricen
esos juicios con ironías, comentarios mordaces e incluso con palabras
ofensivas. Lo mismo sucedió a Nuestro Señor.
Quizá
no se trate, normalmente, de sufrir grandes violencias físicas por causa del
Evangelio, sino de soportar murmuraciones y calumnias, sonrisas burlonas,
discriminaciones en el lugar de trabajo, pérdida de ventajas económicas o de
amistades superficiales... A veces, quizá en la misma familia o con los amigos
será necesaria una buena dosis de serenidad y fortaleza sobrenatural para
mantener una postura coherente con la fe.
Y
en esas incómodas situaciones se puede presentar la tentación de escoger el
camino fácil y evitar en los otros un movimiento de rechazo, de incomprensión,
incluso de burla, a costa de ceder en la postura que debe mantener siempre un
buen cristiano; puede meterse en el alma la idea de no perder amigos, de no
cerrarse puertas por las que quizá será necesario pasar más tarde... Viene la
tentación de dejarse llevar por los respetos humanos, ocultando la propia identidad,
la condición de discípulos de Cristo que quieren vivir muy cerca de Él.
En
esas situaciones difíciles, el cristiano no debe preguntarse qué es lo más
oportuno, aquello que será bien acogido o aceptado, sino qué es lo mejor, qué
espera el Señor en aquella concreta circunstancia. Muchas veces los respetos
humanos son consecuencia de la comodidad de no llevarse un pequeño mal rato,
del afán de agradar siempre o del deseo de no distinguirse dentro de un grupo.
Y
quizá el Señor espera eso, que nos distingamos, que seamos coherentes con la fe
y el amor que llevamos en el corazón, que expresemos, aunque sólo sea con el
silencio, con unas pocas palabras, con un gesto o con una actitud... nuestras
convicciones más profundas. Esta firmeza en la fe, que se transparenta en la
conducta, es frecuentemente, sin darnos cuenta, el mejor modo de expresar el
atractivo de la fe cristiana, y el comienzo del retorno de muchos hacia la Casa
del Padre.
Para
muchos que comienzan a seguir a Cristo, éste es uno de los principales obstáculos
que se presentarán en su camino. «¿Sabéis ‑pregunta el santo Cura de Ars- cuál
es la primera tentación que el demonio presenta a una persona que ha comenzado
a servir mejor a Dios? Es el respeto humano», porque toda persona normal posee
un sentido innato de vergüenza que la lleva a rehuir aquellas situaciones que
la ponen en evidencia delante de los demás. Ésta será nuestra mayor alegría:
dar la cara por Jesucristo, cuando la ocasión lo requiera. Jamás nos
arrepentiremos de haber sido coherentes con nuestra fe cristiana.
III. Muchas personas están a
nuestro alrededor esperando el testimonio claro de un sentir cristiano. ¡Cuánto
bien podemos hacer con la conducta! ¡Qué necesitado está el mundo de cristianos
trabajadores, amables, cordiales y firmes en su fe! A veces oímos hablar de un
«artículo valiente» porque ataca el magisterio del Papa o porque defiende el
aborto o los anticonceptivos... Sin embargo, lo valiente en la época en que nos
ha tocado vivir es precisamente defender la autoridad del Romano Pontífice en
lo que a la fe y a la moral se refiere, defender el derecho a la vida de toda
persona concebida, tener -si ésa es la voluntad de Dios- una familia numerosa o
defender la indisolubilidad del matrimonio.
¡Cuántos
corazones vacilantes han sido fortalecidos por una actuación llena de firmeza!
Es necesario y urgente obtener de Dios, si nos faltara, la audacia propia de
los hijos de Dios para vencer los temores. No podemos permitir que al Señor se
le expulse o se le ponga entre paréntesis en la vida social, que hombres
sectarios pretendan relegarlo al ámbito de la conciencia individual amparados
en la inoperancia de gente buena acobardada.
No
nos ha de extrañar sentir la tentación de pasar inadvertidos en determinadas
situaciones que resultan conflictivas, a causa del Evangelio. El mismo San
Pedro, después de haber sido confirmado como Cabeza de la Iglesia, después de
recibir el Espíritu Santo, por respetos humanos cayó en pequeñas concesiones
prácticas al ambiente adverso, que le fueron señaladas por San Pablo con
firmeza y lealtad. Este episodio, lejos de empañar la santidad y la unidad de
la Iglesia, demostró la perfecta unión de los Apóstoles, el aprecio de San
Pablo hacia la Cabeza visible de la Iglesia y la gran humildad de San Pedro
para rectificar. También nosotros nos podemos ayudar mucho si en estos casos,
con fortaleza y aprecio verdadero, practicamos la corrección fraterna, como
hacían los cristianos de la primera hora.
El
Señor nos da ejemplo de la conducta que hemos de seguir. Él sabía, desde aquel
día en Nazaret, que muchos no estarían de acuerdo con Él. Jamás actuó de cara a
los hombres; sólo le importó una cosa: cumplir la voluntad del Padre. Nunca
dejó de curar, por ejemplo, en sábado, aunque bien sabía que estaban espiándole
para ver si curaba en ese día.
Jesús
sabe lo que quiere, y lo sabe desde el principio. Jamás se le ve en todo su
ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo de actuar, vacilar, permanecer
indeciso, y menos volverse atrás. Jesús pide esta misma voluntad firme a los
suyos. «Con ello infunde a sus discípulos su modo de ser. Están muy lejos de Él
la precipitación y más aún la indecisión, las claudicaciones y las salidas de
compromiso. Todo su ser y su vida son un "sí" o un "no".
Jesús es siempre el mismo, siempre dispuesto, porque cuando habla y cuando
obra, siempre lo hace con plena lucidez de conciencia y con toda su voluntad».
Pidamos
a Jesús esa firmeza para guiarnos en toda circunstancia por el querer de Dios,
que permanece para siempre, y no por la voluntad de los hombres, que es
cambiante, antojadiza y poco duradera.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org
