Durante el reinado del emperador Marco Aurelio, San Dionisio
fue uno de los más distinguidos hombres de Iglesia del siglo II
Dominio público |
Por el momento
en que vivió, resulta que con él entramos en contacto con la antiquísima etapa
en que la Iglesia está aún, como aprendiendo a andar, dando sus primeros pasos;
su expresión en palabras solo se siente en la tierra como un balbuceo y la
gente que conoce y sigue a Cristo son poco más que un puñado de hombres y
mujeres echados al mundo, como a voleo, por la mano del sembrador y
desparramados por el orbe.
Dionisio
fue un obispo que destaca por su celo apostólico y se aprecia en él la
preocupación ordinaria de un hombre de gobierno. Rebasa los límites geográficos
del terruño en donde viven sus fieles y se vuelca allá donde hay una necesidad
que él puede aliviar o encauzar. En su vida resuena el eco paulino de sentir la
preocupación por todas las iglesias. Aún la organización eclesiástica –distinta
de la de hoy– no entiende de intromisiones; la acción pastoral es aceptada como
buena en cualquier terreno en donde hay cristianos.
Posiblemente, el obispo Dionisio pensaba que,
si se puede hacer el bien, es pecado no hacerlo. Todas las energías se
aprovechan, porque son pocos los brazos, es extenso el campo de labranza… y
corto el tiempo. Siendo la labor tan amplia, el estilo que impera es prestar
atención espiritual a los fieles cristianos donde quiera que se encuentren sin
sentirse coartado por el espacio; la jurisdicción territorial vino después. Él
se siente responsable de todos porque todos sirven al mismo Señor y tienen el
mismo Dueño.
Los
discípulos –pocos para lo que es el mundo– se tratan mucho entre ellos, todo lo
que pueden; traen y llevan noticias de unos y de otros; todos se encuentran
inquietos, ocupados por la suerte del «misterio» y dispuestos siempre a darlo a
conocer. Las dificultades para el contacto son muchas, lentas y hasta
peligrosas algunas veces, pero por las vías van los carros y por los mares los
veleros; lo que sirve a los hombres para la guerra, las conquistas, la cultura
o el dinero, el cristiano lo usa –como uno más– para extender también el Reino.
Se saben familia numerosa esparcida por el universo; tienen intereses,
dificultades, proyectos y anhelos comunes, ¡lógico que se sientan unidos en un
entorno adverso en tantas ocasiones!
Y
en este sentido tuvo mucho que ver Corinto –junto al istmo y al golfo del mismo
nombre–, que en este tiempo es la ciudad más rica y próspera de Grecia, aunque
no llega al prestigio intelectual de Atenas. Corinto es la sede de Dionisio;
fue, no hace mucho, aquella iglesia que fundó Pablo con la predicación de los
primeros tiempos y que luego atendió, vigiló sus pasos, guió su vida y alentó
su caminar. Tiene una situación privilegiada: es una ciudad con dos puertos, un
importante nudo de comunicaciones en donde se mezcla el sabio griego con el
comerciante latino y el rico oriental; allí viven hermanadas la grandeza y el
vicio, la avaricia, la trampa, la insidia y el desconcierto; todas las razas
tienen sitio y también los colores y los esclavos y los dueños.
El
barullo de los mercados es trajín en los puertos. Hay intercambio de culturas,
de pensamiento. Entre los miles que van y vienen, de vez en cuando un cristiano
se acerca, contacta, trae noticias y lleva nuevas a otro sitio del Imperio.
¡Cómo aprovechó Dionisio sus posibilidades! Porque resalta su condición de
escritor. Que se tengan noticias, mandó cartas a los cristianos Lacedemonios,
instruyéndoles en la fe y exhortándoles a la concordia y la paz; a los Atenienses,
estimulándoles para que no decaiga su fe; a los cristianos de Nicomedia para
impugnar muy eruditamente la herejía de Marción; a la iglesia de Creta a la que
da pistas para que sus cristianos aprendan a descubrir la estrategia que
emplean los herejes cuando difunden el error.
En
la carta que mandó al Ponto expone a los bautizados enseñanzas sobre las
Sagradas Escrituras, les aclara la doctrina sobre la castidad y la grandeza del
matrimonio; también los anima para que sean generosos con aquellos pecadores
que, arrepentidos, quieran volver desde el pecado. Igualmente escribió carta a
los fieles de Roma en tiempos del papa Sotero; en ella, elogia los notables
gestos de caridad que tienen los romanos con los pobres y testifica su personal
veneración a los Vicarios de Cristo.
La
vida de este obispo griego –incansable articulista– terminó en el último tercio
del siglo II.
Sin
moverse de Corinto, ejerció un fecundo apostolado epistolar que no conoció
fronteras; el papel, la pluma y el mar Mediterráneo fueron sus cómplices
generosos en la difusión de la fe.
Fuente: Alfa y Omega