Una pregunta para el pecador desesperado, una afirmación para el impenitente: ¿realmente Dios lo perdona todo? La fe cristiana proclama un Dios misericordioso, pero nadie puede pretender salvarse a pesar de Él
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Las cartas del
apóstol Juan, que se leen sobre todo en Navidad, no son los escritos más
conocidos del Nuevo Testamento. Sin embargo, la primera carta contiene una
frase que debería consolar los corazones llenos de culpa: "Si nuestro
corazón nos acusa, Dios es más grande que nuestro corazón" (1Jn 3,20). De hecho, al pecador desesperado le atormenta
una pregunta persistente, que es una afirmación para el impenitente: ¿Dios lo
perdona todo?
Si la
conciencia de los pecados cometidos es un paso esencial en la batalla
espiritual, su reverso es a veces formidable: la desesperación y la
culpabilidad. Sin embargo, la fe cristiana proclama a un Dios misericordioso
que no se cansa de ver cómo los corazones perdidos vuelven a Él. Una
preocupación casi maternal, como subraya el profeta Isaías: "¿Acaso puede
una mujer olvidarse de su niño, no puede tener ternura por el hijo de sus
entrañas? Aunque ella se olvide de él, yo no me olvidaré de ti" (Is 49, 15).
La esperanza
del Buen Ladrón
Por medio de la
Encarnación, el Padre dio incluso un paso decisivo hacia sus criaturas. Jesús,
el Hijo, que vino a este mundo, "sabía lo que había en el hombre, siendo
él mismo hombre" (Jn 2,25). Él mismo pasó por la prueba de la tentación
-tan ordinaria para todo ser humano- y dio ejemplo de vida evangélica,
entregando su vida y venciendo a la muerte. Así mostró a todos los hombres cómo
Dios es amor: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo […] Os llamo
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer".
(Jn 15, 9-15) O, para decirlo con san Pablo: "Cristo me amó, se entregó
por mí" (Gal 2, 20).
La resurrección
del Salvador es fuente de gran esperanza para todos, como lo es la historia del
Buen Ladrón (cf. Lc 23, 39-43). En la Cruz, en el momento culminante de
su crimen, Jesús prometió: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso". Pero
esto no sucede automáticamente. No porque Dios quiera dejar fuera a algunas
personas, sino porque algunas personas deciden dejar fuera a Dios. El Mal
Ladrón es uno de estos últimos, cuando su compañero se atreve a hacer un acto
de fe: "Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino".
La parábola del
hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32) es muy clara: el Padre está siempre
con los brazos abiertos, esperando al pecador. Pero el pecador necesita
contrición, mirar en su interior y reconocer que se ha alejado de la fuente de
todo bien. "No he venido a llamar a justos, sino a pecadores" (Mt
9,13), nos recuerda Jesús, y podríamos añadir "pecadores
arrepentidos".
¿Puede un
cristiano conocer realmente a Dios si no ha experimentado su infinita
misericordia? Entonces será más indulgente con el prójimo. Ciertamente, un
discípulo de Cristo es ante todo un pecador perdonado.
Valdemar de Vaux
Fuente: Aleteia