COMENTARIO AL EVANGELIO DE NUESTRO OBISPO D. CÉSAR: "TRANSFIGURAR LA MUERTE"

El rostro resplandeciente de Cristo y los vestidos luminosos son dos imágenes muy expresivas para revelar la trasformación del cuerpo de Cristo

En el segundo domingo de Cuaresma, la Iglesia proclama el evangelio de la transfiguración de Jesús. El hecho es narrado por Mateo con mucha sobriedad mediante el uso de dos metáforas: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17,2).

No tenemos espacio para explicar en qué pudo consistir el hecho, pues nos interesa sobre todo entrar en su significado. El narrador nos ofrece dos claves. 

En primer lugar, todo sucede después de haber anunciado Jesús a sus discípulos que será ejecutado en manos de sus enemigos. Tal anuncio provoca desconcierto entre los suyos, pues no entendían que el Mesías tuviera que padecer. Pedro, incluso, se planta ante Jesús para decirle que tal cosa no debe suceder. Jesús reprende duramente a Pedro, llamándole Satanás, y diciéndole que no se interponga en su camino.

La otra clave que ofrece el evangelio es el mandato de Jesús de no contar nada de lo que han visto hasta que resucite de entre los muertos.

Es claro que el milagro de la trasfiguración tiene una finalidad pedagógica, dado que los tres discípulos que lo vieron son los que, en Getsemaní, verán a Jesús acechado por la angustia de la muerte. Se trata, pues, de iluminar la muerte.

Por eso, los discípulos no deben decir nada hasta que Jesús resucite de entre los muertos, pues será la resurrección el hecho que ilumine el sentido de los padecimientos y muerte de Jesús e, incluso, el milagro de la transfiguración que, en cierto sentido, es como un anuncio escenificado de la resurrección. El rostro resplandeciente de Cristo y los vestidos luminosos son dos imágenes muy expresivas para revelar la trasformación del cuerpo de Cristo.

Lo más importante de este relato tiene mucho que ver con una afirmación de Albert Camus, premio Nobel de Literatura, quien decía que la admiración por los evangelios termina cuando llegamos a la página sangrienta de la cruz. Si pudiéramos arrancar esa página haríamos el evangelio más amable, ¿no es verdad? Son muchos los que no encuentran sentido al dolor y al sufrimiento humano.

Incluso utilizan el sufrimiento como argumento para negar la existencia de Dios. En su libro, «¿Por qué el Dios del amor permite que suframos?», el teólogo G. Greshake, intenta responder a esta pregunta que siempre se hará el hombre apelando precisamente a la compasión de Dios, que ha querido, en su Hijo Jesús, asumir el dolor del hombre abriéndole al mismo tiempo a la esperanza de la resurrección.

En una sociedad materialista como la nuestra, hablar de la muerte o confrontarse con ella resulta algo indecente, lo que el sociólogo estadounidense G. Gorer ha llamado «pornografía de la muerte». Es preferible no pensar en ella, evadirse de todo sufrimiento y privar así de sentido las vidas de muchas personas probadas por el dolor, que, con tanta frecuencia lo asumen con toda entereza y dignidad. Dios también está ahí, de manera misteriosa pero real. Lo dice Jesús cuando se identifica con los que sufren. Su máxima identificación aparece en la cruz.

El judío E. Wiesel cuenta que fue testigo presencial de este suceso en Auschwitz: «Los SS ahorcaron a dos hombres y un chico ante toda la gente del campo reunida. Los hombres murieron rápidamente; la lucha del chico con la muerte duró una media hora. ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está?, preguntó alguien detrás de mí. Cuando después de largo rato seguía el chico retorciéndose en la horca, oí que aquel hombre volvía a exclamar: ¿Dónde está Dios ahora? Y oí una voz en mí que decía: ¿Qué dónde está? Ahí está […] pendiendo de la horca».

Clavado en la cruz, Cristo ha asumido todo sufrimiento humano y, sin ningún discurso, ha dado la clave de lo que sólo podemos entender a la luz de la resurrección.







 + César Franco

Obispo de Segovia.

Fuente: Diócesis de Segovia