Para
sostener el camino de la plena comunión y dar credibilidad a la vida de los
fieles chinos, es necesario mirar a lo que une y encontrar desde aquí la fuerza
para superar lo que divide, invitando a todos a colaborar para que se
fortalezca lo que en algunos es todavía frágil
Los
problemas concernientes a la vida de la Iglesia en China no son pocos, por esto
en las tratativas entre la Santa Sede y las Autoridades chinas se ha elegido
uno de fundamental importancia, es decir, el nombramiento de los Obispos,
concretamente el proceso en la elección de los candidatos al Episcopado y las
modalidades del nombramiento de los mismos de parte del Sumo Pontífice.
Es
obvio que vinculados a este tema, haya tantos otros, como el reconocimiento
civil de los Obispos llamados “clandestinos”, la legitimización canónica de los
Obispos consagrados sin mandato pontificio, la constitución de la Conferencia
Episcopal China, la revisión de los confines de las circunscripciones
eclesiásticas, etc. Estos temas deberán ser objeto de ulteriores
profundizaciones y diálogos.
El
Papa Benedicto XVI, en su Carta del 2007 a la Iglesia en China, ha explicado
bien por qué es tan importante el tema del Episcopado: “Como ustedes saben, la
profunda unidad, que vincula entre ellas a las Iglesias particulares existentes
en China y que les pone en intima comunión también con todas las otras Iglesias
particulares esparcidas por el mundo, está radicada, además que en la misma fe
y en el común Bautismo, sobre todo en la Eucaristía y en el Episcopado. Y la
unidad del Episcopado, del cual el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es
el perpetuo y visible principio y fundamento, continúa a lo largo de los siglos
mediante la sucesión apostólica y es fundamento también de la identidad de la
Iglesia de todos los tiempos con la Iglesia edificada por Cristo sobre Pietro y
sobre los otros Apóstoles” (n. 5).
Ahora,
nadie puede poner en duda que los católicos en China tengan la misma Fe, el
mismo Bautismo, una válida Eucaristía y un Episcopado que ha mantenido la
sucesión apostólica. No obstante esto, la Iglesia católica en China ha
atravesado dificultades, pruebas e inquietudes, ha sufrido fracturas, ha
padecido heridas y divisiones. Pero esto sucedió no a nivel de los sacramentos,
que han sido siempre válidos en su raíz, sino a nivel existencial y sobre aquél
de las relaciones fraternas y de los recorridos comunitarios. Estos niveles,
sin embargo, son importantísimos por la experiencia vivida de la fe y de la
caridad y también por la eficacia de la común misión y testimonio en el mundo.
Todos
saben que en China, a un cierto punto, en el seno de la única Iglesia católica
se ha producido una crisis que ha llevado a la constitución de dos comunidades en
la mayor parte de las Diócesis: aquella así llamada “clandestina” o
“subterránea” por una parte, y aquella así llamada “oficial” o “patriótica” por
la otra, cada una con los propios Pastores (Obispos y sacerdotes) de
referencia. Tal crisis no ha tenido origen en elecciones internas a la Iglesia
sino que ha sido condicionada por circunstancias de tipo estructuralmente
político.
En
el curso de su historia bimilenaria, la Iglesia católica ha cedido varias veces
a la tentación de dividirse y diversas han sido las razones de la división. La
circunstancia discriminante que ha llevado a la formación de dos comunidades en
China no ha sido de carácter estrictamente dogmático y moral, como en cambio
sucedió en los primeros siglos de la Iglesia, y después, sobre todo en la
Europa cristiana de siglo XVI; no ha sido ni siquiera de carácter litúrgico y
jurídico, como sucedió entre el primero y el segundo milenio.
La
circunstancia discriminante en China ha sido de tipo político, por lo tanto,
externa. Sin caer en fáciles revisionismos a cerca de las responsabilidades del
pasado, nos preguntamos si la Iglesia en China no esté llamada hoy a
interpretar la propia presencia y misión en el mundo en un modo nuevo. Esto
sucederá también integrando las diversas sensibilidades, que por otro lado
están presentes en la Iglesia de todo lugar y de todo tiempo: aquella más
encarnacionista que, si aislada, tiende a mundanizarse, y aquella más
espiritualista que, si aislada, tiende a abstraerse. Ellas deben permanecer en
contacto entre ellas, hablarse, entenderse, caminar juntos por el bien de la
Iglesia y de la evangelización.
Además
de las diversas sensibilidades espirituales, ciertamente ha habido también
elecciones concretas, cumplidas en base a un diferente modo práctico de vivir
valores importantes como la fidelidad al Sumo Pontífice, el testimonio
evangélico, la búsqueda desinteresada del bien de la Iglesia y de las almas.
Por ello, es sobre estos múltiples niveles que, probablemente, hay que buscar
los modos adecuados para superar las contraposiciones y para encaminarse en una
experiencia de mayor normalidad eclesial.
Lo
cierto es que, de frente a la situación de desunión en la cual actualmente se
encuentra la Iglesia en China, todos sufren o por lo menos sienten malestar:
las autoridades eclesiásticas, las comunidades de los fieles, y quizás el mismo
Gobierno. El postergarse de los malentendidos y de las incomprensiones no
beneficia a nadie. Seguir adelante como católicos, con la anomalía de ser no
sólo pocos sino de estar también divididos en dos comunidades que no se estiman
y quizás no se aman suficientemente como para buscar la reconciliación, es un
sufrimiento más. Es del amor dentro de la comunidad que los otros entenderán
que el Señor está presente en medio de ellos.
Se
entiende bien que, en este contexto, el nombramiento de los Obispos y todavía
más, su unidad afectiva y efectiva, son cuestiones cruciales, precisamente
porque tocan el corazón de la vida de la Iglesia en China. Para llegar a esta
unidad es necesario superar una serie de obstáculos, el primero de los cuales
es aquella “particular situación china” que ha visto a las Autoridades
políticas condicionar de tantos modos incluso la vida y la misión pastoral de
los Obispos.
Esto
ha llevado a tener, por una parte, Obispos apoyados por el Gobierno pero
consagrados sin mandato pontificio, es decir, sin aprobación del Papa, y por la
otra, Obispos nombrados por la Santa Sede pero que el Estado no reconoce como
tales. Esta situación difícil no puede ser saneada sino activando dos
recorridos formalmente distintos, que lleven respectivamente, a una
legitimación eclesial y a un reconocimiento civil.
Por
eso la búsqueda de un acuerdo entre las Autoridades eclesiales y las
Autoridades políticas sobre estos puntos, aun si imperfecta, es tan necesaria y
urgente, con el fin de evitar el daño de ulteriores contraposiciones. Por este
motivo, la acción de los últimos tres Pontífices se ha movido en la misma
línea: favorecer la unidad de la entera comunidad católica, ayudar para que los
Obispos “ilegítimos” regresen a la plena comunión, ya sea “oficiales” que
“clandestinos”. En definitiva, buscar el camino hacia una realidad de Iglesia
que viva la comunión en plenitud.
A
la pregunta sobre la situación de la Iglesia en China, el Papa Benedicto XVI
respondía así:
“Los
factores que han promovido el desarrollo positivo de la Iglesia Católica en
China son numerosos: por una parte el vivo deseo de estar en unión con el Papa
ha estado siempre presente en los obispos ordenados de manera legítima. Esto les
ha permitido a todos ellos poder recorrer el camino hacia la comunión, a lo
largo del cual han sido acompañados por la obra paciente realizada con cada uno
individualmente. En
esto tuvo lugar la conciencia católica
fundamental por la cual se es verdaderamente obispo, precisamente en esta
comunión.
Por otra parte, los obispos ordenados
clandestinamente y por lo tanto no reconocidos por las autoridades estatales,
pueden obtener ventaja del hecho que, aun solo por motivos de oportunidad
política, no es útil encerrar en la cárcel y privar de la libertad a obispos
católicos con motivo de su pertenencia a Roma. Se trata de una premisa
irrenunciable y, al mismo tiempo, de una ayuda decisiva para llegar a la plena
unidad entre las dos comunidades católicas” (“Luz del mundo. El Papa, la
Iglesia y los signos de los tiempos”, 2010, pg. 42 y 136-137).
Sergio
Centofanti y P. Bernd Hagenkord, SJ – Ciudad del Vaticano
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