Confirmación
Poco después de mi primera
comunión entré de nuevo en ejercicios espirituales para la confirmación. Me
preparé con gran esmero para recibir la visita del Espíritu Santo. No entendía
cómo no se cuidaba mucho la recepción de este sacramento de amor. Normalmente,
para la confirmación sólo se hacía un día de retiro.
Pero como Monseñor no pudo
venir para el día fijado, tuve el consuelo de pasar dos días de soledad. Para
distraernos, la profesora nos llevó al Monte Casino, donde cogí a manos llenas
margaritas gigantes para la fiesta del Corpus. ¡Qué gozo sentía en el alma! Al
igual que los apóstoles, esperaba jubilosa la visita del Espíritu Santo...
Me
alegraba al pensar que pronto sería una cristiana perfecta, y, sobre todo, que
iba a llevar eternamente marcada en la frente la cruz misteriosa que traza el
obispo al administrar este sacramento... Por fin, llego el momento feliz. No
sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien
aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb... Aquel día
recibí la fortaleza para sufrir, ya que pronto iba a comenzar el martirio de mi
alma... Mi Leonia querida fue la madrina, y estaba tan emocionada, que
no dejó de llorar durante toda la ceremonia. Recibió conmigo la sagrada
comunión, pues aquel día feliz tuve la dicha de volver a unirme a Jesús.
Pasadas estas fiestas deliciosas e inolvidables, mi vida volvió a la
normalidad; es decir, tuve que reanudar la vida de pensionista, que tan penosa
me resultaba. Aquellos días que rodearon mi primera comunión, me gustaba
convivir con las niñas de mi edad, todas ellas llenas de buena voluntad y
decididas, como yo, a tomar en serio la práctica de la virtud. Pero ahora tenía
que volver a ponerme en contacto con alumnas muy diferentes, disipadas, que no
querían guardar el reglamento, y eso me hacía muy desgraciada. Yo era de
carácter alegre, pero no sabía jugar a los juegos de las niñas de mi edad.
Muchas veces, en el recreo, me apoyaba en un árbol y desde allí contemplaba el
espectáculo sumida en profundas reflexiones. Había inventado un juego que me
gustaba mucho. Consistía en enterrar a los pobres pajaritos que encontrábamos
muertos bajo los árboles.
Muchas alumnas se animaron a ayudarme, de forma que
nuestro cementerio quedó muy bonito, todo plantado de árboles y flores
proporcionados al tamaño de nuestros pajaritos. También me gustaba contar
historietas que yo misma inventaba a medida que me iban viniendo a la
imaginación. Entonces mis compañeras me rodeaban presurosas, y a veces algunas
de las mayores se unían al grupo de las oyentes. Una misma historia solía durar
varios días, pues me gustaba hacerla cada vez más interesante a medida que iba
viendo en los rostros de mis compañeras la impresión que producía. Pero la
profesora no tardó en prohibirme ese oficio de orador, pues quería vernos jugar
y correr, en lugar de discurrir... Retenía con facilidad el sentido de lo que
estudiaba, pero me costaba trabajo aprender de memoria.
Por eso, el año que
precedió a mi primera comunión, pedía permiso casi todos los días para
estudiar el catecismo durante el recreo. Mi esfuerzos se vieron coronados por
el éxito, y fui siempre la primera. Si, por casualidad, perdía ese puesto por
una sola palabra que hubiera olvidado, mi dolor se exteriorizaba en lágrimas
amargas que el Sr. abate Domin no sabía cómo calmar... Estaba muy contento de
mí (excepto cuando lloraba) y me llamaba su doctorcito, debido a mi nombre de
Teresa. Una vez, la alumna que me seguía no supo hacer a su compañera la pregunta
del catecismo. El Sr. abate preguntó en vano a toda la fila de alumnas, hasta
llegar a mí, y entonces dijo que quería ver si merecía el primer puesto. Yo, en
mi profunda humildad, no deseaba otra cosa, y, levantándome, muy segura de mí
misma, contesté a lo que se me preguntaba sin cometer ni un solo error, con
gran asombro de toda la clase... Mi interés por el catecismo continuó, después
de mi primera comunión, hasta que salí del internado.
Me iba muy bien en los
estudios y era casi siempre la primera. En lo que más descollaba era en
historia y en redacción. Todas mis profesoras me tenían por una alumna muy
inteligente. Pero no sucedía lo mismo en casa de mi tío, donde pasaba por ser
una pequeña ignorante, buena y dulce, sí, pero poco capaz y torpe... No me
extraña esa opinión que mis tíos tenían de mí, y que sin duda aún siguen
teniendo, pues apenas hablaba y era muy tímida, y cuando escribía, mi letra de
gato y mi ortografía, que no es más que normalita, no eran para entusiasmar a
nadie... Verdad es que las pequeñas labores de costura, de bordado y otras por
el estilo se me daban bien y a gusto de mis profesoras.
Pero la manera torpe y
desmañada de sujetar la labor justificaba la opinión poco favorable que tenían
de mí. Todo esto lo considero como una gracia, pues Dios, que quería mi corazón sólo para él, escuchaba ya mi súplica, «cambiándome en amargura todos
los consuelos de la tierra». Y, por cierto, que tenía una gran necesidad de
ello, pues no era precisamente insensible a los elogios. Con bastante
frecuencia alababan delante de mí la inteligencia de las demás, pero nunca la
mía, por lo que llegué a la conclusión de que no era inteligente, y me resigné
a no serlo... Mi corazón sensible y cariñoso se hubiera entregado fácilmente si
hubiera encontrado un corazón capaz de comprenderlo. Intenté trabar amistad con
algunas niñas de mi edad, sobre todo con dos de ellas. Yo las quería, y también
ellas me querían a mí en la medida en que podían. Pero, ¡¡¡ay, qué raquítico y
voluble es el corazón de las criaturas...!!!
Pronto comprobé que mi amor no era
correspondido. Una de mis amigas tuvo que irse a su casa, y regresó pocos meses
después. Durante su ausencia, yo la había recordado y había guardado
cuidadosamente un pequeña sortija que me había regalado. Al ver de nuevo a mi
compañera, me alegré mucho, pero, ¡ay!, sólo logré de ella una mirada
indiferente... Mi amor no era comprendido. Lo sentí mucho, y no quise mendigar
un cariño que me negaban. Pero Dios me ha dado un corazón tan fiel, que cuando
ama a alguien limpiamente, lo ama para siempre; por eso, seguí rezando por mi
compañera y aún la sigo queriendo...
Al ver que Celina se había encariñado de
una de nuestras profesoras, yo quise imitarla; pero como no sabía ganarme la
simpatía de las criaturas, no pude conseguirlo. ¡Feliz ignorancia, que me ha
librado de tantos males...! ¡Cómo le agradezco a Jesús que no me haya hecho
encontrar más que «amargura en las amistades de la tierra»! Con un corazón como
el mío, me habría dejado atrapar y cortar las alas, y entonces ¿cómo hubiera
podido «volar y hallar reposo»? ¿Cómo va a poder unirse íntimamente a Dios un
corazón entregado al afecto de las criaturas?... Pienso que es imposible.
Aunque no he llegado a beber de la copa emponzoñada del amor demasiado
ardiente de las criaturas, sé que no me equivoco. ¡He visto a tantas almas
volar como pobres mariposas y quemarse las alas, seducidas por esta luz
engañosa, y luego volver a la verdadera, a la dulce luz del amor, que les daba
nuevas alas, más brillantes y más ligeras, para poder volar hacia Jesús, ese
Fuego divino «que arde sin consumirse»! ¡Sí, lo sé! Jesús me veía demasiado
débil para exponerme a la tentación.
Tal vez me hubiera dejado quemar toda
entera por esa luz engañosa, si la hubiera visto brillar ante mis ojos... Pero
no fue así. Yo sólo he encontrado amargura donde otras almas más fuertes
encuentran alegría y se desasen de ella por fidelidad. No tengo, pues, ningún
mérito por no haberme entregado al amor de las criaturas, ya que sólo la
misericordia de Dios me preservó de hacerlo... Reconozco que, sin El, habría
podido caer tan bajo como santa María Magdalena, y las profundas palabras de
Nuestro Señor a Simón resuenan con gran dulzura en mi alma... Lo sé muy bien:
«Al que poco se le perdona, poco ama».
Pero sé también que a mí Jesús me ha
perdonado mucho más que a santa María Magdalena, pues me ha perdonado por
adelantado, impidiéndome caer. ¡Cómo me gustaría saber explicar lo que
pienso...! Voy a poner un ejemplo. Supongamos que el hijo de un doctor muy
competente encuentra en su camino una piedra que le hace caer, y que en la
caída se rompe un miembro. Su padre acude enseguida, lo levanta con amor y cura
sus heridas, valiéndose para ello de todos los recursos de su ciencia; y pronto
su hijo, completamente curado, le demuestra su gratitud. ¡Qué duda cabe de que
a ese hijo le sobran motivos para amar a su padre! Pero voy a hacer otra
suposición. El padre, sabiendo que en el camino de su hijo hay una piedra, se
apresura a ir antes que él y la retira (sin que nadie lo vea). Ciertamente que
el hijo, objeto de la ternura previsora de su padre, si DESCONOCE la
desgracia de que su padre lo ha librado, no le manifestará su gratitud y le
amará menos que si lo hubiese curado...
Pero si llega a saber el peligro del
que acaba de librarse, ¿no lo amará todavía mucho más? Pues bien, yo soy esa
hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a
rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere que yo le ame porque me
ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le ame mucho, como
santa María Magdalena, sino que ha querido que YO SEPA hasta qué punto él me ha
amado a mí, con un amor de admirable prevención, para que ahora yo le ame a él
¡con locura...! He oído decir que no se ha encontrado todavía un alma pura que
haya amado más que un alma arrepentida. ¡Cómo me gustaría desmentir esas
palabras...!
Fuente: Catholic.net
