Testimonio vida religiosa
Ahora lo comprendo: en mi camino encontré mujeres y hombres
decisivos, que marcaron el futuro que ahora transito agradecido y confiado.
Eran personas con dificultades, fragilidades, pobrezas, manías, debilidades,
limitaciones invisibles para mí en aquel entonces. Dios les hizo piezas
claves en Su particular conquista de mi corazón y de mi atención, fueron
sacramento humano de sanación y aliento, lumbre y lanzadera.
Ellos han
sido mis amigos fuertes de Dios.
Unas carmelitas contemplativas, desde su silencio y su fraternidad, me
abrieron al sentido del misterio; unos ancianos religiosos (carmelitas) en un
monasterio me abrieron al gozo y al desafío de la sencillez y la alegría de las cosas
simples; un anciano sacerdote, con su escucha, me hizo sentirme importante, y
despertó la pregunta por la vocación; una mujer, que había muerto hacía 400
años, Teresa de Jesús, me contagió su pasión por Jesucristo, un deseo ardiente
de adentrarme en esa relación con Cristo vivo que ahora quemaba también la
dispersión de mi vida, recogiendo mi caudal en sus «lindos ojos».
Ahora lo reconozco: Leocadio, Ceferino, Amador, Antonia, Isabel,
Ascensión, Consuelo, Matías, Valentín… y tantos otros sacerdotes, religiosos
y religiosas que fueron pequeños y decisivos instrumentos, amigos fuertes de
Dios para esforzar mi vida flaca, en medio de la reciedumbre de sus propias
luchas y afanes cotidianos. Todos ellos me lanzan al terreno, sin excusas, de
la entrega y la alegría.
Algo de todos ellos pervive en mí con la fuerza del
viento que arranca las hojas secas del lamento, y en memoria de cada uno y
de tantos religiosos y religiosas que entregaron silenciosa, gratuitamente su
vida, me invitan a ser escucha paciente, abrazo sin recompensa, perdón sin
límites, tiempo perdido en la acogida, mirada a los ojos, rescate de la dignidad
olvidada, canal de encuentro con un Dios vivo, alegre.
Todo eso y tanto de lo
que yo he sido agraciado en cada una de aquellas y aquellos amigos fuertes de
Dios en tiempos siempre recios de cruz y, por eso, de resurrección.
Ahora me despierto: «Se nos va la vida, hijo, dice mi madre, que es otra
gran amiga fuerte de Dios. Al decirlo me encara con otro dogma teresiano:
no esperar a mañana, y no despreciar mi pobreza.
Hoy nos jugamos la vida
en el amar y dejarnos amar. Madre Teresa, ¿quién supiera amar así a Dios,
a Jesús y a cada ser humano? ¡Enséñanos tú, por favor, desengáñanos! Hoy
tengo cita con Dios en el silencio, en cada otro, entre los pucheros y en lo
inesperado. Ahí me va la vida. Aquí tienes mi vida.
Miguel Márquez Calle
Carmelita descalzo
Carmelita descalzo
Fuente: Conferencia Episcopal Española
