COMENTARIO AL EVANGELIO DE NUESTRO OBISPO D. JESÚS VIDAL: "CONVERSIONES"

Vivimos tiempos de cultura líquida, en la que nada parece definitivo. Pero, al mismo tiempo, comprobamos día a día que hay áreas de nuestra vida que son tremendamente impermeables al cambio.
El fariseo y el publicano. Dominio público

Cambiamos con facilidad en la superficie, pero somos reacios a conversiones de fondo. Ciertamente, hay conversiones, y tenemos muchos testimonios, pero nos cuesta mucho abrir nuestra vida a una verdadera renovación interior.

Jesús, en una ocasión, dio una enseñanza a sus discípulos que ilumina cual es la raíz de este inmovilismo interior que nos hace reacios a cambios profundos. Se trata de una parábola acerca de un fariseo y un publicano que suben a orar al Templo de Jerusalén. 

El fariseo era un hombre perfecto, que cumplía todos los preceptos de la ley: tantos preceptos positivos como partes tiene el cuerpo, tantos preceptos negativos como días tiene el año. Podríamos decir, incluso, que tiene razón para estar orgulloso de sí mismo. Su oración es una acción de gracias a Dios por su propia rectitud. El publicano, en cambio, es un hombre de vida poco ordenada, que vive entre dos mundos, el romano y el judío: judío para los romanos; colaborador de los romanos y traidor para los judíos. De modo que no puede presentar nada que parezca agradable a Dios; solo una súplica avergonzada a la misericordia divina.

Ambos presentan su oración y, al final del episodio sucede algo sorprendente. Dice Jesús que el publicano bajo a su casa justificado, el fariseo no. ¿Qué significa esto? En primer lugar, vemos que en el publicano paso algo, en el fariseo, no pasó nada. Este último bajó a su casa como había subido al Templo: orgulloso de sí mismo. Pero sin una mínima apertura a Dios, porque no tenía necesidad de él. Había dado gracias a Dios por cosas que, en realidad, pensaba que venían de sí mismo, no de Dios. Y así se quedó. Pero su pretensión de justicia es como una casa cimentada sobre arena. El agua se la lleva y no queda nada. 

En cambio, el publicano fue justificado, es decir, fue transformado en justo, en hombre de Dios. Sería equivocado pensar que el publicano recibió la justificación por el mero hecho de la oración. No, no es algo automático, ni se trata de encontrar la fórmula mágica. Las palabras de Jesús dejan entrever que en el publicano sucedió algo, cambió algo dentro de él. El publicano fue consciente de que consigo mismo no le bastaba, que necesitaba que la esperanza de su vida fuera confiada a otro. Y por eso acudió al Templo, para buscar el amor que echaba en falta. El pasaje no lo dice, pero podemos imaginar que el fariseo subía al Templo todos los días, y todos los días bajaba igual. El publicano, posiblemente sólo subió aquel día, movido por una inefable sed de Dios. Y ese día encontró lo que buscaba.

De esta enseñanza de Jesús surge una pregunta para todos nosotros. ¿En qué lugares de mi vida no estoy dispuesto a abrirme al cambio? Y ¿dónde experimento la necesidad de ser amado, de ser cambiado? Esto nos permitirá reconocer al fariseo y al publicano que hay dentro de nosotros. Porque sería erróneo pensar que unos somos fariseos y otros publicanos. 

Ambos están dentro de nosotros. Todos tenemos espacios desde los que juzgamos y despreciamos a los demás y damos gracias por no ser como los … (y aquí cada uno puede poner el adjetivo que quiera). Y todos tenemos heridas abiertas, que nos llevan a mirar al cielo sin atrevernos a levantar los ojos, esperando que suceda algo que cambie nuestra vida, que aparezca un amor verdadero que nos ame en cualquier circunstancia.

No lo dice el tampoco el pasaje, pero puedo imaginar que el fariseo, lleno de sí mismo, tenía un fondo de tristeza en su corazón. El publicano, en cambio, no podía esconder la alegría que se le había despertado.

+ Jesús Vidal 

Obispo de Segovia

Fuente: Diócesis de Segovia