Desde los comienzos del cristianismo la oración por los difuntos ha sido una costumbre que no se ha interrumpido nunca
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Antiguo Testamento
Y,
porque consideró que aquellos que se han dormido en Dios tienen gran
gracia en ellos. Es, por lo tanto, un pensamiento sagrado y saludable orar por
los muertos, que ellos pueden ser librados de los pecados” (2 Mac.
12,43-46).
En
los tiempos de los Macabeos los líderes del pueblo de Dios no tenían dudas en
afirmar la eficiencia de las oraciones ofrecidas por los muertos para
que aquellos que habían partido de ésta vida encuentren el perdón por sus
pecados y esperanza de resurrección eterna.
Nuevo Testamento
Hay
varios pasajes en el Nuevo Testamento que apuntan a un proceso de
purificación después de la muerte. Es por esto que Jesucristo declara (Mt.
12,32) “Y quien hable una palabra contra el Hijo del Hombre, será perdonado:
pero aquel que hable una palabra contra el Espíritu Santo, no será perdonado ni
en este mundo ni en el que vendrá”.
De
acuerdo con San Isidoro de Sevilla (Deord. creatur., c. XIV, n. 6) estas
palabras prueban que en la próxima vida “algunos pecados serán perdonados y
purgados por cierto fuego purificador”.
San
Agustín también argumenta, “que a algunos pecadores no se les perdonarán sus
faltas ya sea en este mundo o en el próximo no se podría decir con verdad a no
ser que hubieran otros (pecadores) a quienes, aunque no se les perdone en esta
vida, son perdonados en el mundo por venir.” (De Civ. Dei, XXI, XXIV).
San
Gregorio Magno (Dial., IV, XXXIX) hace la misma interpretación; San Beda
(comentario sobre este texto) y San Bernardo (Sermo LXVI en Cantic., n.11)
también lo entienden así.
Un
nuevo argumento es dado por San Pablo en 1 Cor. 3,11-15: “Un día se verá el
trabajo de cada uno. Se hará público en el día del juicio, cuando todo sea
probado por el fuego. El fuego, pues, probará la obra de cada uno. [14] Si lo
que has construido resiste al fuego, serás premiado. [15] Pero si la obra se
convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se salvará, pero no sin
pasar por el fuego.”
Este
pasaje es visto por muchos de los Padres y teólogos como evidencia de laexistencia
de un estado intermedio en el cual el alma purificada será salvada.
Tradición
El
testimonio de la Tradición. es universal y constante. Llega hasta
nosotros por un triple camino:
1)
la costumbre de orar por los difuntos privadamente y en los actos
litúrgicos;
2)
las alusiones explícitas en los escritos patrísticos a la existencia
y naturaleza de las penas del purgatorio;
3)
los testimonios arqueológicos, como epitafios e inscripciones funerarias
en los que se muestra la fe en una purificación ultraterrena.
Esta
doctrina de que muchos que han muerto aún están en un lugar de purificación y
que las oraciones valen para ayudar a los muertos es parte de la tradición
cristiana más antigua.
Tertuliano
(155-225) en “De corona militis” menciona las oraciones para los muertos
como una orden apostólica y en “De Monogamia” (cap. X, P. L., II,
col. 912) aconseja a una viuda “orar por el alma de su esposo, rogando por el
descanso y participación en la primera resurrección”; además, le ordena “hacer
sacrificios por él en el aniversario de su defunción,” y la acusó de
infidelidad si ella se negaba a socorrer su alma.
Del
siglo II se conservan ya testimonios explícitos de las oraciones por los
difuntos. Del siglo III hay testimonios que muestran que es común la
costumbre de rezar en la Misa por ellos.
San
Cirilo de Jerusalén (313-387) explica que el sacrificio de la Misa es
propiciatorio y que «ofrecemos a Cristo inmolado por nuestros pecados deseando
hacer propicia la clemencia divina a favor de los vivos y los difuntos» (Catequesis
Mistagógicas 5,9: PG 33,1116-1117).
San
Epifanio estima herética la afirmación de Aerio según el cual era inútil la
oración por los difuntos (Panarión, 75,8: PG 42,513).
Refiriéndose
a la liturgia, comenta San Juan Crisóstomo (344-407): «Pensamos en procurarles
algún alivio del modo que podamos… ¿Cómo? Haciendo oración por ellos y pidiendo
a otros que también oren... Porque no sin razón fueron establecidas por los
apóstoles mismos estas leyes; digo el que en medio de los venerados misterios
se haga memoria de los que murieron… Bien sabían ellos que de esto sacan los
difuntos gran provecho y utilidad…» (In Epist. ad Philippenses Hom., 3,4: PG
62,203).
Y
San Agustín (354-430): «Durante el tiempo que media entre la muerte del hombre
y la resurrección final, las almas quedan retenidas en lugares recónditos,
según es digna cada una de reposo o de castigo, conforme a lo que hubiere
merecido cuando vivía en la carne. Y no se puede negar que las almas de
los difuntos reciben alivio por la piedad de sus parientes vivos, cuando por
ellas se ofrece el sacrificio del Mediador o cuando se hacen limosnas en
la Iglesia» (Enquiridión, 109-110: PL 40,283).
Escribe
San Efrén (306-373) en su testamento: “En el trigésimo de mi muerte acordáos de
mí, hermanos, en las oraciones. Los muertos reciben ayuda por las
oraciones hechas por los vivos” (Testamentum).
Entre
los testimonios arqueológicos, se encuentra el conocido epitafio de Abercio. En
este epitafio leemos: “Estas cosas dicté directamente yo, Abercio, cuando tenía
claramente sesenta y dos años de edad. Viendo y comprendiendo, reza por
Abercio”. Abercio era un cristiano, probablemente obispo de Ierápoli, en Asia
menor, que antes de morir compuso de propia mano su epitafio, es decir la
inscripción para su tumba. Se puede fácilmente comprender cómo la Iglesia
primitiva, la Iglesia de los primeros siglos, creía en el Purgatorio y en la
necesidad de rezar por las almas de los difuntos.
«Ofrecer
el sacrificio por el descanso de los difuntos -escribía San Isidoro de Sevilla
(560-636)- … es una costumbre observada en el mundo entero. Por esto creemos
que se trata de una costumbre enseñada por los mismos Apóstoles. En
efecto, la Iglesia católica la observa en todas partes; y si ella no
creyera que se les perdonan los pecados a los fieles difuntos, no haría
limosnas por sus almas, ni ofrecería por ellas el sacrificio a Dios» (De
ecclesiasticis officiis, 1,18,11: PL 83,757).
Por:
L. F. Mateo Seco
