El hombre rico y el pobre Lázaro/PubHist
En este caso, la enseñanza
se dirige a los fariseos y, por lo tanto, a todos nosotros, en cuanto al riesgo
que nos amenaza de dejar endurecer el corazón.
Los protagonistas son un
hombre rico y un mendigo sentado a su puerta. Del primero, no se nos dice
ningún nombre; tan solo que se viste de púrpura y lino, signos respectivos del
poder secular y del religioso, y que banqueteaba “cada día”. Del segundo, sin
embargo, sí se nos da un nombre, Lázaro, que en su raíz hebrea significa “Dios
cuida”.
Este está echado en el portal
del hombre rico (lo que nos asegura que se toparía con él cada vez que saliera
y entrara de casa). Está cubierto de heridas y desea, no participar en los
banquetes diarios del hombre rico, sino tomar lo que sobra de su mesa, con lo
cual se saciaría. Encontramos ya una importante enseñanza. Trasladando esta
situación a nuestra época, el hombre rico sería muy famoso, todo el mundo le
conocería y todos pugnarían por ser invitados a su mansión o a su yate; en el
mendigo, sin embargo, nadie se fijaría ni conocería su nombre. En la parábola,
paradójicamente, se da el nombre del mendigo y no el del hombre rico, que queda
en el olvido. Dios no mira lo mismo que los hombres.
A ambos les llega el final de
su vida terrena. Lázaro el mendigo lleno de heridas es llevado por los ángeles,
como si de camilleros se tratara, al “seno de Abraham”, que parece ser una
especie de posada de recuperación y alivio. El hombre rico, en cambio, es
sepultado. Posiblemente en un gran mausoleo con grandes oropeles, pero lo que
hay dentro es solo el tormento de la propia soledad. ¿Pensamos que es
indiferente lo que hagamos en esta vida, nuestro modo de vivir y de tratar a
los demás? Si uno cree que esta vida consiste sólo en disfrutar del poder
alcanzado, incluso a costa de pisar o despreciar a los demás, está cargando su
vida de un inaudito sufrimiento que se desvelará al final. En cambio, aquellos
cuya vida está llena de heridas, si confían en un “Dios que cuida” y le
invocan, pueden esperar que no dejarán de ser auxiliados a su tiempo.
Una última enseñanza viene de
la petición del hombre rico a Abraham para que envíe a Lázaro como mensajero a
sus hermanos para advertirles de que llevan su mismo camino. Es una petición
muy paradójica. Él tuvo a Lázaro todos los días a su puerta y no se conmovió.
¿Cómo pensar que poniéndolo de nuevo a la puerta de sus hermanos estos se
convencerían? Y es paradójica porque ciertamente sigue habiendo muchos Lázaros
que Dios ha puesto en nuestro portal, en el lugar por donde se desarrolla
nuestra vida cotidiana: mendigos, enfermos, personas sin trabajo, presos
privados de libertad, ancianos en soledad no deseada, inmigrantes en búsqueda
de integración…
Realmente en la parábola Jesús
no pide a todos que repartan todos sus bienes entre los más pobres. Esto lo dejará
para aquellos que queramos seguirle por el camino (y al escribirlo, soy
consciente de ser el primer reo de juicio). Pero el mensaje de la parábola va
dirigido a todos, creyentes y no creyentes: mira a quien tienes al lado y está
necesitado. Puedes saciarle “solo” con lo que “cae de tu mesa”.
Al Papa Francisco le gustaba
mucho repetir que al ayudar a alguien que lo necesita, lo más importante no es
“solucionar” todos sus problemas. Lo primero es reconocer la dignidad que Dios
le ha dado: mirarle al rostro, preguntarle su nombre, no tener miedo a darle la
mano y a dejarse tocar. Que cada uno escuchemos la llamada de Dios que se cuela
por las rendijas de nuestra alma para abrir nuestro corazón y no dejarnos
endurecer cada vez más por la indiferencia. No se trata de arranques
sentimentales a los que tan acostumbrados estamos con tantas causas, se trata
de un verdadero cambio del corazón que abra nuestros ojos y mueva nuestros pies
y manos.
+ Jesús Vidal