DUCHA FRÍA, GIMNASIA, PING-PONG Y MISA: LA FÓRMULA DE UN CURA CATALÁN PARA SEGUIR ACTIVO EN ECUADOR A LOS 94

Se desplaza en patinete eléctrico, le gusta la carpintería y fue San Josemaría Escrivá quien le invitó a hacerse sacerdote: «Un alma vale mucho más que cualquier cosa que tengamos alrededor»
El sacerdote catalán José Giner, a la derecha, con unos amigos.
Dominio público

Con 94 años cumplidos y siete décadas de sacerdocio a sus espaldas, el sacerdote catalán José Giner, radicado en Ecuador desde hace setenta años, asegura que no se siente maestro, sino «discípulo». «No quiero ser un ‘cura de museo’; por eso me esfuerzo en mantenerme al día, leo mucho y les pido a los jóvenes que me corrijan», ha relatado en una entrevista con ACI Prensa.

El P. Giner sorprende por su vitalidad: empieza el día con una ducha fría, hace gimnasia, juega ping-pong, ve deportes, lee y dedica tiempo a la carpintería, con la que elabora arte religioso. Y lo más importante: celebra dos veces al día la Santa Misa.

«Soy un hombre muy normal, pero con algo maravilloso: Cristo, que es el verdadero sol. Soy un pobre hombre de 94 años, esa es mi verdadera definición. Lo esencial es que soy sacerdote hasta la eternidad y todo lo demás es secundario. Creo que el objetivo de la vida es trabajar para Dios y dejar que su bien penetre totalmente en nosotros», afirma.

«Pienso muy poco en mí mismo, porque desde siempre me enseñaron a valorar y apreciar a los demás. Con estos valores digo: ‘Señor, yo aporto muy poco’, pero lo que importa es lo que pueda dar como sacerdote», asegura.

En patinete eléctrico

«La gimnasia es importante, y los médicos siempre la recomiendan. Además —aunque le cause gracia— tengo un patinete eléctrico. A veces la uso cerca de mi casa; la gente se ríe cuando me ve, y yo les digo ‘chao, chao’, porque voy muy feliz», comparte entre risas.

«También leo muchísimo. Tengo la mente muy despierta y me gusta leer a científicos, a autores importantes y también a novelistas. Nunca digo ‘estoy cansado’; al contrario, pienso que hay que caminar y moverse. Gracias a eso tengo mucha agilidad: camino tranquilamente, me muevo sin problemas. A veces me duele el cuerpo —es natural—, pero siento que Dios me da la gracia de mantenerme en pie. Esa es la fuerza que me sostiene», dice.

No obstante, asegura que lo más importante de su vida diaria es celebrar la santa misa y orar: «Yo celebro misa todos los días, siempre. Lo fundamental es que he procurado tener mucha oración. Tengo oraciones para mantenerme sereno, y Dios me ha regalado una vida muy contemplativa. Estoy todo el día hablándole al Señor».

El sacerdote asegura que, cuando eleva su mirada al cielo, le pide a Dios: «Dame Señor tu luz: dásela a este barrio, a estas niñas y niños, a todos los que la necesitan. Concédeles el fuego del Espíritu Santo, porque eso es lo que nos enciende y nos da vida». Y añade firmemente: «Todo lo demás es pasajero, algo externo».

San Josemaría Escrivá le invitó al sacerdocio

El P. Giner considera Ecuador su hogar espiritual. «A veces viajo, pero mi vida está aquí, en Guayaquil. He trabajado en colegios, siempre en contacto con jóvenes. Esa ha sido una parte maravillosa de mi vida, porque estar con gente joven te da una fuerza especial».

Su vocación nació en la adolescencia, cuando conoció el Opus Dei. «A los 17 años pedí la admisión en la Obra. Más tarde, en Roma, tuve la gracia de conocer personalmente a San Josemaría Escrivá y conviví con él durante tres años. Fue un verdadero padre para mí y eso me ayudó a completar la entrega de mi vocación sacerdotal».

Fue el mismo San Josemaría quien le preguntó personalmente si quería ser sacerdote, y le transmitió que esta era «la celebración más grande que un hombre puede vivir en este mundo». Para él, esa llamada significaba servir a Dios y contribuir a hacer del mundo un lugar mejor.

«Después vine a Ecuador, donde llevo tantos años sirviendo. Soy teólogo, hice todos mis estudios, pero más allá del conocimiento académico, lo importante es la sabiduría de vivir la fe día a día», asegura.

Los sacerdotes, «el oro de un país»

Durante 25 años fue vicario judicial en Ecuador, experiencia que valora por el acompañamiento a otros presbíteros. «Eso me ha dejado mucha paz interior, porque quiero y valoro profundamente a mis hermanos sacerdotes. Para mí, ellos son ‘el oro de un país’. Si en un país no hay sacerdotes, estamos ante una catástrofe inmensa».

Lo que más le alegra al repasar su vida es que en sus setenta años de sacerdocio «ha habido muchísima gente que se ha convertido, muchísima gente que se ha acercado a Dios». «Tantas almas que he podido acompañar… Y hay cosas maravillosas que, creo yo, quedan entre Dios y uno».

«A mí me llaman en cualquier momento, aunque esté almorzando o comiendo, y yo dejo todo para atender una confesión. ¿Por qué? Porque creo que un alma vale mucho más que cualquier cosa que tengamos alrededor. Y eso me da una gran alegría», asegura.

«Pido a la gente, y especialmente a los sacerdotes, que sean muy fieles, muy reales, alegres, felices, espirituales; que estén empapados de la Biblia y de la pedagogía, y que comprendan que son un pilar fundamental en la cultura y en la tradición de un país», cuenta.

Si faltaran sacerdotes...

El P. Giner reitera que, si faltaran los sacerdotes, el mundo se volvería «un lugar oscuro, casi helado». «Por eso insisto: lo importante es ser fieles. Esa fidelidad es lo que sostiene a la Iglesia y lo que ilumina al mundo», agrega.

«El sacerdocio es para siempre: trae alegría, felicidad divina y, sobre todo, una vida totalmente plena… La gente busca una vida plena; el sacerdote la encarna porque es, en cierto sentido, participación de Cristo, del Santo Espíritu, es una vocación que permanece», agrega.

El P. Giner considera que a partir de 1968 se produjo una fuerte crisis moral, simbolizada en el lema de la Sorbona «Prohibido prohibir». Para él, esa consigna abrió el camino a una decadencia cultural y espiritual que se ha profundizado en las últimas décadas.

«El cambio ha sido inmenso —dijo—. Los jóvenes hoy son muchas veces impuntuales, superficiales, sin sentido de responsabilidad. Pero yo intento adaptarme a ese mundo y, al mismo tiempo, elevarlo».

Subrayó que, a pesar de los desafíos actuales, confía en la fidelidad de la Iglesia: «Las manos de Dios no han cerrado su amor ni su misericordia. Él sigue iluminándonos como rayos dorados del sol».

«Hoy estamos en un momento crítico para la Iglesia, pero también es una oportunidad que Dios nos da para acercarnos más a Él. Si hay algo que verdaderamente hay que salvar en el mundo, es la Iglesia y la paz de Dios. Todo lo demás es pasajero, se va como el humo», afirma con convicción.

Sobre el futuro, se muestra confiado: «Muchos sienten miedo, pero yo digo: ¿por qué? Cada siglo ha tenido su propio temor, pero el futuro está en manos de Dios. Eso da una sensibilidad fantástica y una paz profunda».

Al mirar hacia atrás y reflexionar sobre su misión en la vida, afirma: «Setenta años es como ver caer las hojas del árbol. No puedes detenerte, porque día a día se va cumpliendo lo que Dios quiere». Y concluye con alegría: «Lo importante, al final de todo, es buscar siempre el sentido de la vida que Dios nos ha dado».

Fuente: El Debate