Conocemos a personas que no quieren saber nada de Dios, pero si hay que cumplir el mandato de Cristo y deseamos que se salven, ¿cómo los podemos evangelizar?
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Jantanee Runpranomkorn |
Evangelizar es
un mandato de Cristo (Mc 16, 15). No es opcional. El que quiera ser verdadero
seguidor de Jesús tiene que aceptarlo sin condiciones, así lo han entendido los
santos de todas las épocas, porque con Dios no se puede andar con medias
tintas:
"Conozco
tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso,
porque eres tibio, te vomitaré de mi boca" (Ap 3,
15-16).
El camino
del Evangelio es el amor
La frase
anterior nos invita a decidirnos por el camino del Amor. La historia de la
salvación nos ha presentado a Dios pendiente de su pueblo, al que ha amado
hasta el punto de no perdonar a su propio Hijo para rescatar al género humano
de la muerte eterna.
Y fue Cristo
quien nos dejó el encargo de bautizar a los que crean. Sin embargo, podemos
imaginar que esa es tarea del clero, de los religiosos y los misioneros. ¡Qué
error tan grande!
Todos los
bautizados tenemos el deber de evangelizar. ¡Vaya! esa parece una tarea muy
complicada, primero, porque es muy probable que no conozcamos suficientemente
nuestra fe católica. En segundo, porque tenemos miedo al rechazo. Y tercero -
típico - no tenemos tiempo.
Entonces, ¿cómo
podemos cumplir el mandato de Cristo? Los santos nos han dado unas buenas
ideas:
1. El
servicio
Dice el apóstol
san Juan:
"El que
dice: 'Amo a Dios', y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a
Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?" (1 Jn
4, 20)
Santa
Teresa de Calcuta lo creyó con firmeza, por eso su vida fue de entrega
a los más pobres y despreciados. Con su manera de vivir predicaba el Evangelio
de la manera más nítida. Eso la llevó a exclamar:
"Es muy
importante para nosotros darse cuenta de que el amor para que sea auténtico
tiene que doler."
El servicio se
da en todos lados: en la casa con la familia, en el trabajo con los compañeros,
en la calle con los extraños. No tiene que ser espectacular: la ayuda se da de
manera simple, natural, pero eficaz. Amor puro.
2. La
caridad
Por eso, el
apóstol Santiago agrega en su carta:
"¿De qué
le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso
esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o
una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en paz,
caliéntense y coman», y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo
pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente
muerta" (Stgo 2, 14-17)
De la misma
manera, la caridad puede ser económica, por supuesto, pero también espiritual:
escuchar y consolar al que está triste, saludar a todos, compartir nuestro
tiempo con los que están solos. La caridad es amor en su más sublime expresión.
3. El
testimonio
Muy conocida es
la anécdota de la recomendación que san
Francisco de Asís hacía a sus frailes acerca del ejemplo:
“Predica el
Evangelio en todo momento, y cuando sea necesario usa palabras”.
En realidad, no
hay certeza de que haya dicho tal cosa.
Sin embargo, él
estaba convencido de que tenían que vivir de acuerdo con el Evangelio:
predicando de palabra y ejemplo. Por eso, su testimonio fue arrasador y fundó
las órdenes religiosas para hombres y mujeres - las Clarisas - y también pensó
en los seglares con la Tercera Orden:
Habla de tu
vivencia
Finalmente, ¿es
necesario hablar?, ¡claro que sí!, Dios quiere que hablemos de Él sin miedo,
porque el Señor nos dará las palabras necesarias, pero las que más convencerán
serán aquellas que salgan de nuestra propia vivencia de fe.
Pero para ello,
hay que empezar por cultivar una relación cercana con Dios. Ora, frecuenta los
sacramentos, instrúyete y acude a Él en tus necesidades. Pronto tendrá muchas
experiencias que compartir porque Él te mostrará pronto que te escucha.
De este modo,
aquellos que no quieran escuchar hablar de Dios, lo verán en nuestro modo de
vivir y de tratarlos, y poco a poco, entenderán que el Evangelio es el camino
seguro para llegar al cielo.
Por Mónica
Muñoz
Fuente: Aleteia