La sociedad actual carece de hombres que apliquen una verdadera y sana masculinidad, al igual que en la paternidad. Si está bien encaminada es amorosa y firme
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No es fácil ser
hombre en tiempos líquidos y, a su vez, ejercer la paternidad, que implica el
desvanecimiento de las certezas, como niebla al amanecer. Algunos, confundidos,
piensan que ser masculino es levantar la voz, endurecer el gesto y cargar la
cruz de un orgullo mal entendido. Y otros, por reacción o agotamiento, se
disuelven en una tibieza que los lleva a abandonar el timón del hogar.
Pero entre
estos extremos, aún resplandece una masculinidad serena y firme, que sabe
conjugar la fuerza con la ternura, la sensibilidad, la autoridad con el
servicio, y la paternidad con el respeto.
Padre de
familia
Ser padre no es
solo fecundar una vida: es habitarla desde lo más profundo. Es estar presente,
más que solo ser un proveedor. Es aprender a estar, sin invadir; a guiar, sin
imponer; a corregir, sin herir.
Es ese varón
que no compite con la madre, ni se convierte en otro igual a ella, sino que la
sostiene, la honra, y juntos dan forma a un hogar donde el amor no se reparte:
se multiplica.
Una sana
masculinidad
La verdadera
masculinidad no es una máscara de dureza, sino un rostro que inspira seguridad.
Es como una montaña que no necesita moverse para ser sólida.
En palabras de
Erik Erikson, el varón maduro ha integrado su identidad en una misión: cuidar,
proteger, afirmar el bien en los que ama. Y si bien la ternura y los
sentimientos no le son ajenos, no se convierte en un eco de lo femenino, sino
en un puente hacia lo humano.
El hombre padre
no se reduce a realizar tareas maternales, pero tampoco se escuda en la excusa
fácil de “eso no me toca”. Está dispuesto a ensuciarse las manos si es
necesario, pero sobre todo, a ensanchar el alma.
Padre y
hombre a la luz de Dios
San Juan
Pablo II lo dijo con claridad en Familiaris Consortio: el
esposo y padre está llamado a “una participación responsable en la educación,
en el cuidado y en el crecimiento integral de los hijos”. No como una carga,
sino como un privilegio. Como aquel que vela el fuego sagrado del hogar
mientras los demás duermen.
El varón que ha
hecho las paces con su fuerza interior no necesita dominar. No se afirma
humillando. No se siente menos hombre por cargar en brazos a su hijo, ni por
llorar de emoción cuando pronuncia sus primeras palabras. Porque sabe que allí,
en ese instante, está sellando su eternidad.
Pero cuando el
miedo se disfraza de orgullo y la inseguridad de machismo, entonces el padre se
convierte en figura lejana, rígida o ausente. Y el niño crece buscando en otros
lo que su raíz no le ofreció. O lo que es peor: imitando esa dureza como si fuera
el único camino hacia la hombría.
Cuando la
masculinidad está bien encaminada
La masculinidad
sana no tiene necesidad de imponerse, porque su sola presencia inspira respeto.
No teme la feminidad de su esposa ni la ternura
de sus hijos; las acoge, como se acoge al amanecer: con reverencia. Es como el
roble que permite a los pájaros anidar en sus ramas sin perder por ello su
firmeza.
La paternidad
proactiva no significa asumirlo todo, sino estar dispuesto a dar lo mejor. A
veces, será organizar los horarios, otras preparar el desayuno, y muchas veces
simplemente estar, en silencio, como una roca que no se derrumba. Como el
centinela del amor que vigila sin descanso.
Y cuando la esposa siente esa presencia atenta y respetuosa, no necesita competir, controlar ni pedir más de lo que ya se da. Porque hay armonía, y cuando hay armonía, el hogar canta. Hoy más que nunca, se necesitan padres así.
Guillermo
Dellamary
Fuente:
Aleteia