LUCHA ASCÉTICA
II. Para seguir a Cristo es necesario el esfuerzo diario, alegre y humilde.
III. Recomenzar muchas veces. Acudir a la Virgen Nuestra Madre.
“En aquel tiempo,
presentaron a Jesús un endemoniado mudo. Echó al demonio, y el mudo habló. La
gente decía admirada: -«Nunca se ha visto en Israel cosa igual.» En cambio, los
fariseos decían: -«Éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios.»
Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas,
anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las
dolencias. Al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban
extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus
discípulos: -«Las mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad,
pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies»” (Mateo
9,32-38).
I. La lucha misteriosa de
Jacob con un ángel con figura de hombre a orillas del río Yaboc señala un
cambio radical en la vida del Patriarca. Hasta aquí Jacob había llevado una
conducta demasiado humana, apoyado sólo en medios puramente naturales. A partir
de este momento confiará sobre todo en Dios, que reafirma en él la Alianza con
el pueblo elegido.
Pudo
Jacob vencer en el combate solamente por la fuerza que Dios le comunicó, y la
lección de esta hazaña era que no le había de faltar la bendición y la protección
divina en las dificultades venideras. Así lo expresa el libro de la Sabiduría:
Le concedió la palma en duro combate para enseñarle que la piedad prevalece
contra todo.
Para
los Santos Padres, esta escena del Antiguo Testamento es imagen del combate espiritual
que ha de sostener el cristiano ante fuerzas muy superiores a él, y contra sus
propias pasiones y tendencias, inclinadas al mal después del pecado de origen:
no es nuestra lucha contra la sangre y la carne -advierte San Pablo-, sino
contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este
mundo, contra los espíritus malos de los aires. Son los ángeles rebeldes,
vencidos ya por Cristo, pero que no dejarán de incitar al mal hasta el fin de
la vida del hombre. Todos los días hay combates en nuestro corazón, enseña San
Agustín. Cada hombre en su alma lucha contra un ejército.
Los
enemigos son la soberbia, la avaricia, la gula, la sensualidad, la pereza... Y
es difícil -añade el santo- que estos ataques no nos produzcan alguna herida.
Sin embargo, tenemos la seguridad de la victoria si echamos mano de los
recursos que el Señor nos ha dado: la oración, la mortificación, la sinceridad
plena en la dirección espiritual, la ayuda de nuestro Angel Custodio y, sobre
todo, de nuestra Madre Santa María. Además, «si Aquel que ha entregado su vida
por nosotros es el juez de esta lucha, ¿qué orgullo y qué confianza no
tendremos?
»En
los juegos olímpicos, el árbitro permanece en medio de los dos adversarios, sin
favorecer ni al uno ni al otro, esperando el desenlace. Si el árbitro se coloca
entre los dos contendientes, es porque su actitud es neutral. En el combate que
nos enfrenta al diablo, Cristo no permanece indiferente: está por entero de
nuestra parte. ¿Cómo puede ser esto? Veis que nada más entrar en la liza ‑son
palabras de San Juan Crisóstomo a unos cristianos en el día de su bautismo- nos
ha ungido, mientras que encadenaba al otro. Nos ha ungido con el óleo de la
alegría y a él le ha atado con lazos irrompibles para paralizar sus asaltos. Si
yo tengo un tropiezo, Él me tiende la mano, me levanta de mi caída, y me vuelve
a poner de pie».
Por
muchas que sean las tentaciones, las dificultades, las tribulaciones, Cristo es
nuestra seguridad. ¡Él no nos deja!, ¡Él no es neutral!, está siempre de
nuestra parte. Todos podemos decir con San Pablo: Omnia possum in eo qui me
confortat... Todo lo puedo en Cristo que me conforta, que me da las ayudas
necesarias si acudo a Él, a los medios que tiene establecidos.
II. Caminaba un montañero
hacia un refugio de alta montaña. El sendero subía más y más, y en ocasiones
resultaba difícil dar un paso; el frío azotaba su cara, pero el lugar era
impresionante por el gran silencio que allí reinaba y por la belleza del
paisaje.
El
refugio, sencillo y tosco, resultó muy acogedor. Muy pronto observó que, sobre
la chimenea, estaba escrito algo con lo que se identificó plenamente: «Mi
puesto está en la cumbre». Allí está también nuestro sitio: en la cumbre, junto
a Cristo, en un deseo continuo de aspirar a la santidad en el lugar donde
estamos y a pesar de conocer bien el barro del que estamos hechos, las
flaquezas y los retrocesos. Pero sabemos también que el Señor nos pide el
esfuerzo pequeño y diario, la lucha sin tregua contra las pasiones que tienden
a tirarnos para abajo, el no pactar con los defectos, con los errores. Lo que
nos hará perseverar en este combate es el amor, el amor profundo a Cristo, a
quien buscamos incesantemente.
La
lucha ascética del cristiano ha de ser positiva, alegre, constante, con
«espíritu deportivo». «La santidad tiene la flexibilidad de los músculos
sueltos. El que quiere ser santo sabe desenvolverse de tal manera que, mientras
hace una cosa que le mortifica, omite -si no es ofensa a Dios- otra que también
le cuesta y da gracias al Señor por esta comodidad. Si los cristianos
actuáramos de otro modo, correríamos el riesgo de volvernos tiesos, sin vida,
como una muñeca de trapo.
»La
santidad no tiene la rigidez del cartón: sabe sonreír, ceder, esperar. Es vida:
vida sobrenatural».
En
la lucha interior encontraremos también fracasos. Muchos de ellos tendrán poca
importancia; otros sí la tendrán, pero el desagravio y la contrición nos
acercarán más al Señor. Y si hubiéramos roto en pedazos lo más preciado de
nuestra vida, Dios sabrá recomponerla si somos humildes. Él perdona y ayuda
siempre, cuando acudimos con el corazón contrito. Hemos de aprender a
recomenzar muchas veces; con una alegría nueva, con una humildad nueva, pues
incluso si se ha ofendido mucho a Dios y se ha hecho mucho daño a los demás, se
puede estar después muy cerca del Señor en esta vida y luego en la otra, si
existe verdadero arrepentimiento, si se lleva una vida acompañada de
penitencia. Humildad, sinceridad, arrepentimiento..., y volver a empezar.
Dios
cuenta con nuestra fragilidad y perdona siempre, pero es preciso ser sinceros,
arrepentirse, levantarse. Hay una alegría incomparable en el Cielo cada vez que
recomenzamos. Y a lo largo de nuestro caminar tendremos que hacerlo en muchas
ocasiones, porque siempre habrá faltas, deficiencias, fragilidades, pecados.
Que no nos falte nunca la sinceridad de reconocerlo y de abrir el alma al Señor
en el Sagrario y en la dirección espiritual.
III. La lucha diaria del
cristiano se concretará de ordinario en cosas pequeñas: en fortaleza para
cumplir delicadamente los actos de piedad con el Señor, sin abandonarlos por
cualquier otra cosa que se nos presente, sin dejarnos llevar por el estado de
ánimo de ese día o de ese momento; en el modo de vivir la caridad, corrigiendo
formas destempladas del carácter (del mal carácter), esforzándonos por tener
detalles de cordialidad, de buen humor, de delicadeza con los demás; en
realizar acabadamente el trabajo que hemos ofrecido a Dios, sin chapuzas, con
perfección; en poner los medios para recibir la formación que necesitamos...
Victorias
y derrotas, caer y levantarse, recomenzar siempre..., esto es lo que pide el
Señor a todos. Esta lucha supone un amor vigilante, un deseo eficaz de buscarle
a lo largo del día. Este esfuerzo alegre es el polo opuesto a la tibieza, que
es dejadez, falta de interés en buscar a Dios, pereza y tristeza en nuestras
obligaciones para con Él y para con los demás.
En
este combate siempre contamos con la ayuda de nuestra Madre Santa María, que
sigue paso a paso nuestro caminar hacia su Hijo. En la Liturgia de las Horas,
la Iglesia recomienda todos los días a los sacerdotes esta Antífona de la
Virgen: Salve, Madre soberana del Redentor, Puerta del Cielo siempre abierta,
Estrella del mar; socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse... Este
pueblo que cae y lucha por levantarse somos nosotros todos.
Y
este cambio que se produce cada vez que comenzamos -aunque sea en aspectos que
parecen de poca importancia: en el examen particular, en los consejos recibidos
en la dirección espiritual, en los propósitos del examen de conciencia- es el
más grande que podemos imaginar. ¡Cuánto más cuando se trata de pasar de la
muerte del pecado a la vida de la gracia! «La humanidad ha hecho admirables
descubrimientos y ha alcanzado resultados prodigiosos en el campo de la ciencia
y de la técnica, ha llevado a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la
civilización, y en épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el
curso de la historia. Pero el cambio fundamental, cambio que se puede definir
"original", acompaña siempre el camino del hombre y, a través de los
diversos acontecimientos históricos, acompaña a todos y a cada uno. Es el
cambio entre el "caer" y el "levantarse", entre la muerte y
la vida».
Cada
vez que recomenzamos, que nos decidimos a luchar una vez más, nos llega la
ayuda de Santa María, Medianera de todas las gracias. A Ella hemos de acudir
con pleno abandono cuando las tentaciones arrecien. «¡Madre mía! Las madres de
la tierra miran con mayor predilección al hijo más débil, al más enfermo, al
más corto, al pobre lisiado...
»-¡Señora!,
yo sé que tú eres más Madre que todas las madres juntas...-Y, como yo soy tu
hijo... Y, como yo soy débil, y enfermo... y lisiado... y feo...».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org