«Sagrado Corazón de Jesús, ¡en vos confío!» Estas sencillas palabras habrán estado, especialmente durante este mes de junio que terminamos, en los labios y en el pensamiento de muchos de nosotros.
![]() |
Dominio público |
Si no pudiéramos fiarnos de los
responsables públicos; si no pudiéramos tener confianza en los médicos, y en
tantos profesionales que necesitamos para nuestra vida; si no pudiéramos
confiar en los sacerdotes, en los vecinos, en nuestros amigos o en los miembros
de nuestra familia, el tejido social se iría descomponiendo y llegaríamos a un
verdadero infierno.
Con solo pensar un poco, vemos que el corazón está muy presente en nuestro lenguaje. «Hacer algo con todo el corazón», por ejemplo, significa un gesto de entrega verdadera; «decir algo de corazón», significa decirlo de verdad; o «tener el corazón en un puño», estar muy preocupado por alguien a quien amamos. Y así, podríamos pensar en muchas otras expresiones de uso cotidiano en las que «corazón» significa verdad, profundidad, totalidad…
El corazón es el órgano a través del cual la sangre se
difunde a todos los miembros de nuestro cuerpo y, por extensión, significa el
centro de nuestra vida y el centro vital de cualquier organismo vivo. En el
corazón nacen las decisiones más profundas; es también un lugar de tensiones y
luchas. Precisamente por eso es un órgano vulnerable. Podemos encontrar a
nuestro alrededor corazones malheridos, corazones corrompidos, corazones
vacíos… corazones desconfiados o corazones desesperados. ¿Dónde encontrar la cura
para un corazón así? Solamente en otro corazón.
Dios también tiene un corazón. Tiene
un corazón humano, ya que, al hacerse hombre, el Hijo de Dios, recibió un
corazón de carne. Un corazón que también podía ser herido, ser defraudado, ser
engañado. ¿Cómo dolería a Jesús la traición de Judas, uno de sus amigos, de los
que él había elegido? ¿Cómo le afectaría la debilidad de Pedro, que pasaba de
decir que entregaría la vida por él a negarle diciendo que no le conocía de
nada? ¿Cómo le dolería el juicio de los jefes religiosos, que debían guiar al
pueblo de Dios como pastores y, sin embargo, devoraban al pueblo?
Pero, sobre todo, el Hijo de Dios tenía un corazón que podía ser entregado. Cuando Jesús había ya expirado en la cruz, un centurión romano se acercó a él y, con su lanza, le atravesó el costado para verificar que ya estuviera muerto. Al hacerlo, rompió su corazón y de él broto sangre y agua. Al hacer este gesto rutinario, que tantas veces habría hecho como soldado, nos abrió una puerta inesperada, mostrándonos así el corazón de Dios. De esa ventana abierta en su costado comenzó a manar un manantial de amor limpio, veraz, sencillo…
Este corazón roto, como hemos dicho,
ya había sido herido por la traición de Judas, por la presunción de Pedro, por
la dureza de corazón de los sacerdotes y de los estudiosos de la ley de Dios y,
para sorpresa nuestra, no se endureció, no se echó atrás en su deseo de amar y entregarse,
sino que fue más allá de lo humanamente esperado.
Quien se encuentra con Jesucristo, se
encuentra con un corazón en el que confiar. Y confiar de verdad. Conocer esto
es un verdadero descanso para quien está de cualquier forma herido y cansado
por el mal. Por eso dice Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados, y yo os aliviaré (…) que soy manso y humilde de corazón».
El corazón de Dios es un corazón amante y sediento de amor. El amor busca, principalmente, ser amado. Lo que sacia la sed de amar que tiene Jesús es, sencillamente, que confiemos en Él. «Jesús, en ti confío».
+ Jesús Vidal