En su homilía, preparada previamente, el Santo Padre reflexionó sobre Simón de Cireneo, quien ayudó a Jesús a cargar con la cruz
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Crédito: Vatican Media |
Debido a su
convalecencia y delicado estado de salud, el Papa Francisco no participó en la
Misa del Domingo de Ramos en la Plaza de San Pedro, que estuvo presidida por el
Cardenal Leonardo Sandri, Vicedecano del Colegio Cardenalicio.
En su homilía,
preparada previamente, el Santo Padre reflexionó sobre Simón de Cireneo, quien
ayudó a Jesús a cargar con la cruz.
A continuación,
la homilía del Papa Francisco:
¡Bendito sea el
Rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19,38). De este modo la
multitud aclama a Jesús al entrar en Jerusalén. El Mesías atraviesa la
puerta de la ciudad santa, abierta de par en par para recibir a Aquel
que, pocos días después, saldrá de allí proscrito y condenado, cargado con
la cruz.
Hoy también
nosotros hemos seguido a Jesús, primero acompañándolo festivamente y
después en una vía dolorosa, inaugurando la Semana Santa que nos prepara
a celebrar la pasión, muerte y resurrección del Señor.
Mientras
contemplamos, entre la multitud, los rostros de los soldados y las lágrimas de
las mujeres, llama nuestra atención un desconocido, cuyo nombre entra en
el Evangelio de improviso: Simón de Cirene. Este hombre fue detenido por
los soldados, que «lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de
Jesús» (Lc 23,26). Él regresaba en ese momento del campo, pasaba
por ahí, y se vio envuelto en una situación inquietante, como el pesado
madero cargado sobre sus espaldas.
De camino hacia
el Calvario, reflexionemos un momento sobre el gesto de Simón,
busquemos su corazón, sigamos sus pasos junto
a Jesús.
En primer
lugar, su gesto, que tiene un doble significado. Por un lado, en
efecto, el Cireneo es forzado a llevar la cruz; no ayuda a Jesús por
convicción sino por obligación. Por otro lado, se encuentra en primera
persona participando en la pasión del Señor. La cruz de Jesús se convierte en
la cruz de Simón. Pero no de aquel Simón llamado Pedro que había
prometido seguir siempre al Maestro. Ese Simón había desaparecido en la
noche de la traición, después de haber afirmado: “Señor […], estoy dispuesto
a ir contigo a la cárcel y a la muerte” (Lc 22,33). Detrás de Jesús
no camina ya el discípulo, sino este cireneo. Sin embargo, el Maestro
había enseñado claramente: “El que quiera venir detrás de mí, que
renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9,23).
Simón de Galilea dice, pero no hace. Simón de Cirene hace, pero no dice; entre
él y Jesús no hay ningún diálogo, no se pronuncia ninguna palabra. Entre
él y Jesús sólo está el madero de la cruz.
Para saber si
el Cireneo socorrió o detestó al exhausto Jesús, con el que debía compartir
la pena; para entender si llevó o soportó la cruz, debemos mirar su corazón.
Mientras el corazón de Dios está a punto de abrirse, traspasado por un
dolor que revela su misericordia, el corazón del hombre permanece
cerrado.
No sabemos qué
hay en el corazón del Cireneo. Pongámonos en su lugar: ¿sentiríamos rabia
o piedad, tristeza o fastidio? Si recordamos lo que hizo Simón por Jesús,
recordemos también lo que hizo Jesús por Simón —como lo hizo por mí, por ti, por
cada uno de nosotros—: redimió al mundo. La cruz de madera, que el
Cireneo sostiene, es la de Cristo, que carga con el pecado de todos los
hombres. La lleva por amor a nosotros, en obediencia al Padre (cf. Lc 22,42),
sufriendo con nosotros y por nosotros. Este es precisamente el modo, inesperado
y desconcertante, en el que el Cireneo se ve involucrado en la historia
de la salvación, donde ninguno es extranjero, ninguno es ajeno.
Sigamos ahora
los pasos de Simón, porque nos enseña que Jesús sale al
encuentro de todos, en cualquier situación. Cuando vemos la multitud de
hombres y mujeres que manifiestan odio y violencia en el camino del
Calvario, recordemos que Dios transforma este camino en lugar de
redención, porque lo recorrió dando su vida por nosotros. ¡Cuántos cireneos
llevan la cruz de Cristo! ¿Los reconocemos? ¿Vemos al Señor en sus
rostros, desgarrados por la guerra y la miseria? Frente a la atroz
injusticia del mal, llevar la cruz nunca es en vano, más aún, es la manera más
concreta de compartir su amor salvífico.
La pasión de
Jesús se vuelve compasión cuando tendemos la mano al que ya no puede más,
cuando levantamos al que está caído, cuando abrazamos al que está desconsolado.
Hermanos, hermanas, para experimentar este gran milagro de la
misericordia, decidamos durante la Semana Santa cómo llevar la cruz; no
al cuello, sino en el corazón. No sólo la nuestra, sino también la de
aquellos que sufren a nuestro alrededor; quizá la de aquella persona
desconocida que una casualidad —pero, ¿es justo una casualidad?— hizo que
encontráramos. Preparémonos a la Pascua del Señor convirtiéndonos en
cireneos los unos para los otros.
Por Papa
Francisco
Fuente: ACI Prensa