El prefecto del dicasterio para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ofrece un diagnóstico claro: la Iglesia enfrenta el desafío de formar a los fieles en el verdadero sentido del culto, evitando la interpretación personal e individualista
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Vatican News |
Cuando Arthur
Roche habla de la liturgia, lo hace con la precisión de quien ha pasado años analizando
su significado y su impacto en la vida de la Iglesia. No es un tema menor.
Como prefecto del dicasterio para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, su labor ha estado marcada por la responsabilidad de aplicar las
diversas reformas litúrgicas impulsadas y, al mismo tiempo, enfrentar la
resistencia de algunos sectores que ven en estos cambios una amenaza a la
tradición.
Pero Roche es
claro: la liturgia no es una cuestión de gustos personales ni de
creatividad individual. «Los sacerdotes deben respetarla: son
servidores, no sus creadores», afirma en una entrevista realizada por Thomas Edwards para la
revista católica inglesa Catholic Herald. Insiste en que, cuando el
culto se transforma en entretenimiento, deja de cumplir su propósito. «Nunca
funciona verdaderamente y a menudo resulta superficial para la gente»,
advierte.
Con la
autoridad que le otorgan sus años al frente de uno de los dicasterios
más influyentes, Roche profundiza también sobre el fenómeno del Sínodo
de la Sinodalidad, la influencia de los papas con los que ha trabajado y la
necesidad de unidad en un mundo cada vez más fragmentado.
La liturgia
no es un espectáculo
Uno de los
puntos en los que el purpurado pone más énfasis en la entrevista es la
formación litúrgica. Para él, el problema de fondo no es una disputa entre
distintos ritos, sino una falta generalizada de educación sobre el
verdadero significado del culto. «Solo podemos adorar como Iglesia, no hay
otra manera», afirma con claridad. Roche advierte que en los últimos años ha
crecido la tendencia a concebir la liturgia como una cuestión de preferencia
personal, cuando en realidad es un don recibido de la tradición apostólica. Sin
esta comprensión, se corre el riesgo de caer en interpretaciones erróneas o
incluso de reducir la liturgia a una mera experiencia estética o de
entretenimiento.
La preocupación
del cardenal en este ámbito está en sintonía con la del Papa Francisco, quien
ha insistido en la necesidad de una formación profunda del Pueblo de Dios. De
hecho, hace cuatro años, bajo la dirección del cardenal Sarah, pidió que se
examinara esta cuestión que desembocó en la carta apostólica Desiderio
Desideravi. Roche la describe como «la carta de amor del Papa a la
liturgia», pues en ella Francisco exhorta a todo el pueblo de Dios a
redescubrir la grandeza de la celebración eucarística y a asumirla como un acto
comunitario de amor al Señor.
Para Roche, la
liturgia no es una posesión privada ni un ámbito donde los sacerdotes puedan
introducir cambios arbitrarios. «Los sacerdotes deben respetarla: son
servidores de la liturgia, no sus creadores», subraya. Celebrar la Misa con
fidelidad a lo que la Iglesia ha transmitido no es una cuestión de legalismo,
sino de obediencia a la tradición recibida. «Mi responsabilidad es celebrarla
tal como se nos ha dado, en fidelidad a Cristo», insiste.
Aunque reconoce
que la mayoría de los sacerdotes siguen esta orientación, advierte que
cualquier intento de transformar la liturgia en un espectáculo termina por
vaciar su sentido más profundo. «Cuando la liturgia se confunde con
entretenimiento, nunca funciona verdaderamente y a menudo resulta
superficial para la gente». En este punto, para el cardenal la Misa no es
un espectáculo para agradar al público, sino la actualización del misterio de
la fe, el encuentro real con Cristo.
La
confesión: un hábito perdido
Roche también
se detiene en otro aspecto clave de la vida sacramental: la confesión. Su
experiencia como sacerdote en la diócesis de Leeds, en Inglaterra, le dejó
claro que este sacramento, aunque olvidado en muchas partes del mundo, sigue
siendo esencial para miles de fieles.
Recuerda con
precisión que su catedral era, fuera de Westminster, la única en Inglaterra que
ofrecía confesiones diarias durante dos horas cada mediodía. No era un servicio
marginal. «Nunca había una pausa», dice.
Incluso la
gente acudía desde Escocia o desde Birmingham, buscando no solo la
posibilidad de reconciliarse con Dios, sino también «el anonimato», un dato que
deja entrever una realidad: en una sociedad donde la vida privada está cada vez
más expuesta, la confesión sigue siendo un espacio único de intimidad y
autenticidad.
El peso de
la Curia
No es la
primera vez que un obispo confiesa lo difícil que puede ser el paso de la
pastoral a la burocracia vaticana. En el caso del cardenal Arthur Roche, aquel
tránsito tuvo algo de ruptura: «Dejar mi diócesis fue como un divorcio; no
tenía ni idea de cómo sería la vida en la Curia romana», recuerda. Habla de
su experiencia con pragmatismo, evocando a los dos prefectos con los que
trabajó: el cardenal español Antonio Cañizares Llovera y el
purpurado Robert Sarah. «Eran dos personas muy diferentes, pero ambas
admirables», reconoce.
Respecto a la
misa tradicional en latín, Roche rechaza las visiones polarizadas. «No hay
nada de malo en asistir a la misa celebrada con el Misal de 1962», señala,
recordando que esto ha sido permitido por los últimos pontífices. Sin embargo,
aclara que la reforma litúrgica decidió alejarse de una forma de celebración
que, en su momento, se había vuelto «demasiado elaborada» y que el Concilio
Vaticano II impulsó una liturgia más accesible.
Considera que
el leccionario del Novus Ordo, con su riqueza de lecturas bíblicas,
refleja mejor la intención del Concilio Vaticano II de acercar la
Escritura a los fieles. En cuanto a la polémica en torno a la misa
tridentina, destaca su presencia notoria: «Lo importante es que cualquier
celebración de la Eucaristía, sea cual sea el misal utilizado, debe estar
marcada por una noble sencillez». Y frente a quienes lo acusan de estar en
contra del latín, responde con serenidad y una cierta ironía: «Si supieran que
la mayoría de los días celebro la misa en latín, porque aquí es el idioma común
para todos nosotros».
Unidad en
tiempos de fragmentación
Más allá de la
liturgia y los sacramentos, lo que subyace en el pensamiento del cardenal Roche
es una preocupación más profunda: la unidad de la Iglesia. Es consciente de los
tiempos de polarización, en los que incluso dentro del catolicismo hay divisiones
que parecen irreconciliables. Por eso, cuando habla del Sínodo de la
Sinodalidad, lo hace desde la experiencia.
Cuenta que le
sorprendió el método de escucha implementado en el proceso sinodal: cada
persona expone su punto de vista sin interrupciones, y en la segunda ronda no
se repiten argumentos, sino que se expresan las ideas que se valoraron de los
demás. El resultado, según él, es que los participantes llegan «con bastante
facilidad a una declaración con la que estábamos satisfechos», señala.
A sus 75 años,
el cardenal sigue hablando con la convicción de quien no ha perdido el contacto
con la realidad. Su mirada sobre la Iglesia es la de alguien que ha pasado por
la parroquia, por la diócesis y por el Vaticano, y que sabe que, en última
instancia, lo que sostiene la fe no son los debates internos ni las
luchas de poder, sino la verdad que la Iglesia ha transmitido durante
siglos.
María Rabell García
Corresponsal en
Roma y El Vaticano
Fuente: El Debate