Uno de los argumentos más usados en la teología para mostrar que Jesús es el Mesías es el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento.
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Dominio público |
Digamos, además, que la palabra «cumplimiento» no
significa la realización al pie de la letra de lo que los profetas anunciaron.
Jesús dijo que no había venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a darles su
pleno cumplimiento, es decir, a llevar a plenitud lo que los profetas habían
anunciado bajo el velo del misterio. En su obra Jesús de Nazaret, Benedicto
XVI dice que Dios manifiesta su sobreabundancia en la persona de Jesús, pues nos
da mucho más de lo que los profetas podían indicar desde la lejanía de su
tiempo.
Un ejemplo de esta sobreabundancia aparece en el
evangelio de hoy con la comparación entre el «maná» caído del cielo y el Pan
vivo que da Jesús. Después de multiplicar los panes y los peces, Jesús hace un
discurso para explicar el significado del milagro. Los judíos le recuerdan que
sus antepasados comieron el maná caído del cielo, que era como una especie de harina
que servía de alimento. La palabra hebrea «maná» significa «¿qué es esto?»,
expresión espontánea de los judíos al verlo por primera vez.
Jesús recoge este argumento para afirmar que no
fue Moisés el que hizo caer del cielo el maná, sino su propio Padre. Pero añade
algo esencialmente distinto: «El pan de Dios es el que baja del cielo y da vida
al mundo. Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que
cree en mí no tendrá jamás sed» (Jn 6,33-35). Partiendo del milagro del maná,
Jesús se identifica a sí mismo, no con el maná, sino con el pan vivo que sacia el
hambre y la sed de los hombres. Se explica así que cuando le preguntan a Jesús
qué tienen que hacer para realizar las obras de Dios, les responda
sencillamente: que crean en él. Jesús ha hecho el milagro con la finalidad de
llevar a los judíos a la fe, y no tanto para saciar su hambre. Por eso les
reprocha que le busquen por haberles saciado el hambre y no por ser él el
alimento que sus almas necesitan.
Es evidente que el hambre y la sed que sacia Jesús pertenece al orden del espíritu y no al material. El hombre es un sed hambriento y sediente de verdades eternas y, sobre todo, de la vida eterna más allá de la muerte. De ahí el calificativo que se da a sí mismo en el discurso: «El pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo […] yo soy el pan de vida». Esta afirmación tan absoluta desconcertó a sus oyentes. Y así como sus antepasados se preguntaron «¿qué es esto?» al ver el maná, ahora los oyentes de Jesús se decían ¿qué lenguaje es este? ¿Cómo podía un hombre hacer tales afirmaciones sobre sí mismo? Mientras Jesús se mantuviera en el ámbito material de dar de comer, la admiración aumentaba y querían hacerlo rey; pero cuando Jesús pasa al ámbito de lo espiritual y eterno, el escándalo está servido. Y, sin embargo, había realizado un milagro portentoso.
Esta actitud
revela la condición del hombre que reduce sus aspiraciones a saciarse de lo
temporal y se olvida de lo definitivo y eterno. Se justifica, pues, que Jesús
no quisiera hacer milagros cuando faltaba fe. Él no había venido como mesías a
solucionar soluciona problemas materiales, sino para saciar al hombre del
hambre y sed que, si se piensa un poco, representa la pobreza más radical del
hombre, a saber, la que no puede superar con bienes y riquezas de este mundo,
porque solo Dios tiene la capacidad de abrirle las puertas de la eternidad.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia