Los evangelios, cada uno a su manera, intentan responder a la pregunta que se hacían sus contemporáneos sobre Jesús: ¿Quién es éste?
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En el Evangelio de este domingo, que narra el milagro de la tempestad calmada, la pregunta sobre Jesús aparece formulada de este manera: «Pero ¿quién es éste? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!» (Mc 4,41). Es claro que, si Jesús hace el milagro, no es sólo para manifestar su poder sobre el viento y el mar. Cuando los discípulos le despiertan asustados ante el miedo al naufragio, Jesús les dice: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?».
El miedo y la fe no son compatibles para Jesús, aunque en ocasiones parece
dormir en medio de las dificultades que atraviesa la Iglesia. De ahí que este
pasaje del Evangelio se ha interpretado como una imagen de la Iglesia que sufre
las embestidas del mal o de sus enemigos que pueden hacerla zozobrar.
El
milagro de Jesús es una prueba de su poder divino. Pero reprocha a los suyos
que no les baste su presencia y que su fe sea débil en momentos de aprieto. La
presencia de Jesús en la barca era suficiente para estar tranquilos, pero no lo
fue. Esta situación es muy frecuente en la Iglesia de hoy y de todos los
tiempos. «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?», le dicen los discípulos
cuando le despiertan. Analizada fríamente, esta pregunta revela que desconocían
la intensidad del amor de Jesús por ellos y por la Iglesia. Tendrá que
acontecer la muerte de Jesús y su resurrección para hacerles comprender su amor
infinito.
La
situación por la que pasa la Iglesia en nuestro tiempo suscita en muchos
cristianos la misma pregunta: ¿No le importa a Cristo que la Iglesia disminuya
en sus miembros? ¿No puede él, en cuanto Hijo de Dios, arreglar los
problemas actuales y darle la vuelta a la situación actual? Quienes piensan así
carecen de fe como los discípulos en la barca. No han respondido a la pregunta
fundamental del cristianismo: ¿Quién es éste? Se admiran de sus milagros y de
su enseñanza, pero Jesús de Nazaret es una incógnita sin resolver en la
experiencia íntima y personal de la fe. Dudan de él y cuestionan su condición
divina, aunque sea de modo indirecto.
En muchas ocasiones, Jesús reprocha a sus seguidores la falta de fe a pesar de lo que han visto y oído de él mismo. Su adhesión a la persona de Jesús queda en el ámbito de lo sensible, de lo externo, de lo que afecta a sus intereses personales. No es la fe sólida de que en Jesús se nos ha revelado definitivamente Dios y el tiempo ha llegado a su plenitud en cuanto que se ha hecho presente aquel que da sentido y finalidad a todo lo que existe. En los himnos a Cristo del Nuevo Testamento, es presentado como aquel por el cual y para el cual se ha hecho el mundo y él es la meta final de la historia y del cosmos. Todo tiene en él su consistencia.
Este principio cristológico fundamental debe
llegar a ser en cada cristiano el fundamento vital de su fe en Cristo. Si esto
no sucede, la duda, el miedo, la inseguridad sobre nuestro destino nos rondará
cada día como la peor tentación que podemos sufrir. Quizás por eso Jesús se
pregunta si, cuando venga de nuevo a la tierra, encontrará fe. Se trata de la
fe que mueve montañas, la fe que nos da seguridad a pesar de las tormentas que
amenazan a la Iglesia edificada sobre la roca de Cristo.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia