Muchas cosas
se dijeron en tiempos de Jesús sobre su predicación y sus milagros. El impacto
que produjo en el pueblo la novedad de su enseñanza y las curaciones que
realizaba contrastaba con el rechazo que la clase dirigente de Israel le
mostraba a medida que crecía su fama.
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Dominio público |
En el
Evangelio de hoy se dice que incluso sus familiares, en cierta ocasión,
vinieron a buscarlo porque se decía que no estaba en sus cabales. Posiblemente,
con afán de querer ayudarle, su familia pretendía influir en él para evitar
enfrentamientos con las autoridades religiosas.
Dado que,
entre los milagros, tuvo especial significación la curación de los poseídos,
sus enemigos llegaron a decir que, si expulsaba demonios, era por un pacto con
Belcebú, príncipe de los demonios. Para defenderse de esta acusación, que
presentaba a Jesús como si él mismo fuera un poseído, Jesús declara que quien
afirme tal cosa blasfema contra el Espíritu Santo y este pecado no tendrá
perdón jamás (cf. Mc 3,28-30). Atribuir al poder de Jesús la acción del demonio
es blasfemar contra el Espíritu que es, en realidad, quien actúa en Jesús como
Hijo de Dios y enviado del Padre.
Pero interesa
recalcar, además, la falta de lógica que sustenta esta acusación y que Jesús,
sirviéndose de una parábola, explica a sus enemigos. «¿Cómo va a echar
Satanás a Satanás? —afirma Jesús— Un reino dividido internamente no
puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás
se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está
perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar
con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la
casa» (Mc 3,24-27).
La lógica de este argumento es aplastante. Es ridículo, en efecto, pensar
que uno puede ser enemigo de sí mismo. Jesús, además, de forma indirecta, se
presenta a sí mismo como el que es capaz de atar a «un hombre
forzudo» para arrebatarle su ajuar. Es obvio que ese «hombre
forzudo» es Satanás, y su ajuar son aquellos que Jesús ha liberado de su
dominio en los exorcismos que realizó. Esta parábola, tan asequible a la gente
que le escuchaba, afirma de Jesús que él es más fuerte que Belcebú y que sus
curaciones de posesos muestran que ha «atado» a Satanás y ha venido a
acabar con él. Se explica, por tanto, que quien explique este poder como si se
tratara de una alianza con Satanás, blasfeme contra el Espíritu Santo.
Para los cristianos, esta enseñanza de Jesús es muy consoladora. El poder
del mal, personificado en Satanás, no es absoluto. Cristo lo ha vencido con su
muerte y resurrección. Así lo muestran los iconos de la resurrección en el
Oriente cristiano al representar al diablo atado de pies y manos y lanzado al
abismo para siempre. Es cierto que su influencia continúa en el mundo y se deja
sentir en nuestra experiencia espiritual de tentación y pecado. Pero el
cristiano tiene la certeza de que el poder de Cristo es superior al suyo.
Siguiendo el símil del Evangelio, Jesús es más fuerte que el diablo y lo ha
«atado» limitando su poder. El que se atrevió a tentar a Jesús en el desierto,
fue vencido. Volvió de nuevo a tentarlo en la «hora de las tinieblas», pero en
esa lucha final, la luz venció a las tinieblas y Cristo se mostró como el más
forzudo, es decir, el que puso fin a su dominio sobre el hombre. Eso quiere
decir la expresión de Jesús en otro lugar del Evangelio: «Yo veía a Satanás
caer del cielo como un rayo» (Lc 10,18). Esa caída, producto de su soberbia,
nos da la seguridad de que, en la lucha que el cristiano sostiene contra él,
Jesús nos dará siempre fuerza para vencer si tenemos la sabiduría de descubrir
sus ardides y desenmascarar sus estrategias con el poder del Espíritu.
+ César
Franco
Obispo de
Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia