La obra, a la que se le perdió la pista hace un siglo, es una copia del juicio final de la Capilla Sixtina. Es la única pintura en tela de Miguel Ángel
Foto cedida por José Manuel del Río |
Cuando
el cura leonés José Manuel del Río Carrasco atravesó por primera vez las
puertas blindadas del puerto franco de Ginebra —una bóveda acorazada que
esconde en el corazón de Europa miles de obras de arte libres de impuestos—
sintió un escalofrío. La misión que le había encomendado un millonario
estadounidense a este experto en el Renacimiento italiano con olfato era
investigar la tela que dormitaba en una de las cajas fuertes de este almacén
junto a piezas de Picasso, Modigliani o Rembrandt, de las más codiciadas por
especuladores y marchantes de arte. «La obra estaba en un estado de
conservación lamentable.
La
acumulación de barnices y la pátina de suciedad que había depositado el paso
del tiempo la habían oscurecido», asegura Del Río. Era el año 2016 y acababa de
aventurarse junto a Amel Olivares, especialista en historia del arte y
conservación del Vaticano, en la certificación de que este cuadro lo había
pintado en el siglo XVI nada más y nada menos que Miguel Ángel Buonarroti.
«Cuando lo vi fue una gran emoción. Pero teníamos que demostrarlo», sostiene
este sacerdote leonés que lleva casi tres décadas trabajando en el Vaticano.
Tras
la restauración, sometieron al cuadro a una radiografía que se adentró en sus
entrañas y así descubrieron «impactados» que se trataba de «una versión
reducida, con 33 figuras, del juicio final de la Capilla Sixtina». El óleo
estaba pintado sobre una tela muy fina de lino, lo que dio lugar al segundo
hallazgo importante: «Miguel Ángel no dejó ninguna obra en tela. Así que esta
es la única», detalla. La obra fue bautizada como El juicio final de
Ginebra, pero para demostrar que era de Buonarroti tuvo que pasar
varias pruebas.
La
pista más clara estaba en la figura de Cristo. Un Jesús con poca barba, similar
al totalmente imberbe de la Sixtina; un rasgo propio «de las representaciones
paleocristianas del siglo IV que se inspiran en el joven Apolo», barbilampiño.
Además, Miguel Ángel solía retratarse en sus cuadros: «Era la firma que hacía
en todas sus obras». Así sucede en los frescos de la Capilla Sixtina, donde su
cara toma el cuerpo de san Bartolomé. En el cuadro descubierto en Ginebra es un
hombre de pelo y barba oscura que aparece en el sector inferior izquierdo. «El
retrato se identifica mucho con el que le hizo su biógrafo Giorgio Vasari y con
otros retratos suyos disponibles», asegura. La tercera prueba la dan los
ángeles de la pieza. Los del artista renacentista no tienen alas ni aureolas, y
tampoco los de este juicio final suizo.
El
experto, que solo quiere resaltar su primera trayectoria como cura en las
parroquias de León, aunque fue subsecretario de la Comisión Pontificia para los
Bienes Culturales del Vaticano y ahora trabaja en el Dicasterio para Culto Divino,
pone en evidencia otra característica. Tanto su compañera, Olivares, como Del
Río querían llegar a una conclusión irrefutable. Por eso, para certificar su
autoría, realizaron un profundo análisis de pigmentos y de la tela
preparatoria. «Todo coincidía con las pinturas de la Capilla Sixtina», remacha.
Según su reconstrucción, la obra fue un regalo de Miguel Ángel Buonarroti al
pintor Alessandro Allori, que la utilizó como modelo para el retablo de la
capilla de la familia Montauto en la basílica de la Santísima Anunciación de
Florencia.
Victoria Isabel
Cardiel C.
Fuente: Alfa y Omega