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ACI Prensa |
A
continuación, la homilía del Santo Padre durante la celebración de las Vísperas
en la Basílica de San Pedro del Vaticano:
Entre cánticos
de júbilo, Jesús ascendió al cielo, donde está sentado a la derecha del Padre.
Él ―como acabamos de escuchar― venció la muerte para que nosotros
heredáramos la vida eterna (cf. 1 P 3,22). La Ascensión
del Señor, por tanto, no es un distanciamiento, una separación, un
alejamiento de nosotros, sino que es el cumplimiento de su misión: Jesús
bajó a nosotros para hacernos subir hasta el Padre; se abajó para
enaltecernos; descendió a las profundidades de la tierra para que el cielo
se abriera de par en par sobre nosotros. Él destruyó nuestra muerte para
que pudiéramos recibir la vida, para siempre.
El fundamento
de nuestra esperanza es este: que Cristo ascendido al cielo introduce en
el corazón de Dios nuestra humanidad cargada de expectativas e
interrogantes, y «ha querido precedernos como cabeza nuestra, para que
nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de
seguirlo en su reino» (Prefacio I de la Ascensión del Señor).
Hermanos y
hermanas, esta esperanza ―enraizada en Cristo muerto y resucitado―, es la
que queremos celebrar, acoger y anunciar al mundo entero en el próximo
Jubileo, que ya está a la vuelta de la esquina. No se trata de un mero
optimismo humano o de una expectativa pasajera ligada a alguna seguridad
terrena, no, es una realidad ya realizada en Jesús y que se nos comunica
también a nosotros cada día, hasta que seamos uno en el abrazo de su
amor. La esperanza cristiana ―escribe san Pedro― es “una herencia
incorruptible, incontaminada e imperecedera” (1 P 1,4).
Ella sostiene
el camino de nuestra vida, incluso cuando se vuelve tortuoso y difícil;
abre ante nosotros horizontes de futuro cuando la resignación y el pesimismo
quisieran tenernos prisioneros; nos hace ver el bien posible cuando el
mal parece prevalecer; nos infunde serenidad cuando el corazón está agobiado
por el fracaso y el pecado; nos hace soñar con una humanidad nueva y nos
infunde valor para construir un mundo fraterno y pacífico, cuando parece
que no vale la pena comprometerse. Esta es la esperanza, el don que el
Señor nos ha dado con el Bautismo.
Queridos
hermanos y hermanas, mientras nos preparamos al Jubileo con el Año de la
oración, elevemos nuestro corazón a Cristo, para convertirnos en cantores
de esperanza en un mundo marcado por un exceso de desesperación.
Con los gestos, con las palabras, con nuestras elecciones cotidianas, con
la paciencia de sembrar un poco de belleza y de amabilidad en donde quiera que
estemos, queremos cantar la esperanza, para que su melodía haga vibrar
las cuerdas de la humanidad y despierte en los corazones la alegría y la
valentía de abrazar la vida.
En efecto, nos
hace falta la esperanza. Tenemos necesidad todos, la esperanza no desilusiona,
no nos olvidemos de esto. La necesita la sociedad en la que vivimos, a
menudo inmersa sólo en el presente e incapaz de mirar hacia el futuro; la
necesita nuestra época, que a veces se arrastra cansadamente entre la
monotonía del individualismo y del “irla pasando”; la necesita la
creación, gravemente herida y desfigurada por el egoísmo humano; la necesitan
los pueblos y las naciones que afrontan el mañana cargados de
preocupaciones y temores, mientras las injusticias se prolongan con
arrogancia, los pobres son descartados, las guerras siembran la muerte, los
últimos siguen estando al final de la lista y el sueño de un mundo
fraterno corre el riesgo de aparecer como un espejismo.
La necesitan
los jóvenes, que frecuentemente se sienten desorientados pero deseosos de
vivir en plenitud; la necesitan los ancianos, a quienes la cultura de la
eficiencia y del descarte ya no sabe respetar ni escuchar; la necesitan
los enfermos y todos aquellos que están heridos en el cuerpo y en el
espíritu, que pueden encontrar alivio con nuestra cercanía y nuestros
cuidados.
La Iglesia
necesita esperanza, para que, incluso cuando experimente el peso de la fatiga y
de la fragilidad, no olvide nunca que es la Esposa de Cristo, amada con
amor eterno y fiel, llamada a custodiar la luz del Evangelio, enviada
para llevar a todos el fuego que Jesús trajo y encendió en el mundo de
una vez para siempre.
Hermanos y
hermanas, cada uno de nosotros necesita esperanza; la necesitan nuestras vidas
a veces cansadas y heridas, nuestros corazones sedientos de verdad,
bondad y belleza, nuestros sueños que ninguna oscuridad puede apagar.
Todo, dentro y fuera de nosotros, anhela esperanza y busca, aun sin
saberlo, la cercanía de Dios.
Nos parece
―decía Romano Guardini― que el nuestro es el tiempo del alejamiento de
Dios, en el que el mundo se llena de cosas y la Palabra del Señor mengua; sin
embargo, afirma que “cuando llegue el momento —y llegará, tras el paso de
las tinieblas— y el ser humano pregunte a Dios: “Señor, ¿dónde estabas
entonces?”, Él responderá: “¡Más cerca de ti que nunca!”. Tal vez Dios
esté más cerca de nuestros gélidos tiempos de lo que lo estuvo en el Barroco,
con el esplendor de sus iglesias, o en la Edad Media, con la plenitud de
sus símbolos, o en el cristianismo primitivo, con su joven valor ante la
muerte […]. Pero Él espera […] que permanezcamos fieles a Él a través de
la distancia.
De ella podría
surgir una fe no menos válida, de hecho, más pura quizá, más robusta en
todo caso, que en los tiempos de la riqueza interior” (R. GUARDINI, Aceptarse
a uno mismo, Madrid 2023, 67). Hermanos y hermanas, que el Señor
resucitado y ascendido al cielo nos dé la gracia de redescubrir la
esperanza, de anunciar la esperanza y de construir la
esperanza.
Papa Francisco
Fuente: ACI Prensa