La Transfiguración del Señor
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Dominio público |
I. Cuando Cristo se manifieste seremos semejantes a Él, porque
le veremos según es.
Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de su Pasión y
los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los gentiles.
Y los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del sacrificio.
Pocos días después de estos sucesos, que habían tenido lugar en la región de
Cesarea de Filipo, quiso confortar su fe, pues como enseña Santo Tomás para que
una persona ande rectamente por un camino es preciso que conozca antes de algún
modo el fin al que se dirige: «como el arquero no lanza con acierto la saeta si
no mira primero al blanco al que la envía. Y esto es necesario sobre todo
cuando la vía es áspera y difícil y el camino laborioso... Y por esto fue
conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su claridad, que es
lo mismo que transfigurarse, pues en esta claridad transfigurará a los suyos».
Nuestra vida es un camino hacia el Cielo. Pero es una vía que
pasa a través de la cruz y del sacrificio. Hasta el último momento habremos de
luchar contra corriente, y es posible que también llegue a nosotros la
tentación de querer hacer compatible la entrega que nos pide el Señor con una
vida fácil y quizá aburguesada, como la de tantos que viven con el pensamiento
puesto exclusivamente en las cosas materiales. «¿No hemos sentido
frecuentemente la tentación de creer que ha llegado el momento de convertir el
cristianismo en algo fácil, de hacerlo confortable, sin sacrificio alguno; de
hacerlo conformista con las formas cómodas, elegantes y comunes de los demás, y
con el modo de vida mundano? ¡Pero no es así!... El cristianismo no puede
dispensarse de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y
grande del deber... Si tratásemos de quitar esto a nuestra vida, nos crearíamos
ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos transformado en una
interpretación muelle y cómoda de la vida». No es esa la senda que indicó el
Señor.
Los discípulos quedarían profundamente desconcertados al
presenciar los hechos de la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos,
precisamente a los que debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a la cima
del monte Tabor para que contemplaran su gloria. Allí se mostró «en la claridad
soberana que quiso fuese visible para estos tres hombres, reflejando lo
espiritual de una manera adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados
todavía de la carne mortal, era imposible que pudieran ver ni contemplar aquella
inefable e inaccesible visión de la misma divinidad, que está reservada en la
vida eterna para los limpios de corazón», la que nos aguarda si procuramos ser
fieles cada día.
También a nosotros quiere el Señor confortarnos con la esperanza
del Cielo que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino se hace
costoso y asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a ser
fuertes y a perseverar. No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que
nuestro Padre Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que
pasa nos acerca un poco más. Para el cristiano, el paso del tiempo no es, en
modo alguno, una tragedia; por el contrario, acorta el camino que hemos de
recorrer para el abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo
esperado.
II. Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó
a un monte alto, y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso
resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se les
aparecieron Moisés y Elías hablando con Él. Esta visión produjo en los
Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa con estas palabras:
Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Ti,
otra para Moisés y otra para Elías. Estaba tan contento que ni siquiera pensaba
en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le acompañaban. San Marcos, que recoge
la catequesis del mismo San Pedro, añade que no sabía lo que decía. Todavía
estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la
nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias:
escuchadle.
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor
fueron sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de
la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus
días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para
confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los
Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de
ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto, Él
fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió
esta voz: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta
voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo. El
Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron
fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la
vida. «La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida
de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza
Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso
prestar fe absoluta y obediencia total», al que debemos buscar todos los días
de nuestra existencia aquí en la tierra.
¿Qué será el Cielo que nos espera, donde contemplaremos si somos
fieles a Cristo glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin fin?
«Dios mío: ¿cuándo te querré a Ti, por Ti? Aunque, bien mirado, Señor, desear
el premio perdurable es desearte a Ti, que Te das como recompensa».
III. Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente
los cubrió y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien
tengo mis complacencias: escuchadle. ¡Tantas veces le hemos oído en la
intimidad de nuestro corazón!
El misterio que hoy celebramos no sólo fue un signo y anticipo
de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos
enseña San Pablo, el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que
somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios,
coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con Él, para ser con Él también
glorificados. Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que los
padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que
se ha de manifestar en nosotros. Cualquier pequeño o gran sufrimiento que
padezcamos por Cristo nada es si se mide con lo que nos espera. El Señor
bendice con la Cruz, y especialmente cuando tiene dispuesto conceder bienes muy
grandes. Si en alguna ocasión nos hace gustar con más intensidad su Cruz, es
señal de que nos considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor físico,
humillaciones, fracasos, contradicciones familiares... No es el momento
entonces de quedarnos tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor
paternal y su consuelo. Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos
aparentes males en grandes bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. «No
se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo
de que se encarga el Redentor de soportar el peso». Él es, Amigo inseparable,
quien lleva lo duro y lo difícil. Sin Él cualquier peso nos agobia.
Si nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos hará
verdaderamente daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad
grave..., mucho menos las pequeñas contradicciones diarias que tienden a
quitarnos la paz si no estamos alerta. El mismo San Pedro lo recordaba a los
primeros cristianos: ¿quién os hará daño, si no pensáis más que en obrar bien?
Pero si sucede que padecéis algo por amor a la justicia, sois bienaventurados.
Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y
la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que
nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso, al final del camino. Y
cuando llegue aquella hora // en que se cierren mis humanos ojos, // abridme
otros, Señor, otros más grandes // para contemplar vuestra faz inmensa. // ¡Sea
la muerte un mayor nacimiento!, el comienzo de una vida sin fin.