El Papa Francisco está cumpliendo a pie juntillas uno de los puntos centrales de su pontificado: llevar a cabo una reforma profunda del Vaticano que facilite la misión evangelizadora de la Iglesia.
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Dominio público |
La reciente
reforma de las prelaturas personales del Código de Derecho Canónico responde a
este ideal. La creación de prelaturas personales (Decreto Presbyterorum Ordinis, 10), como realidades
eclesiásticas para la distribución del clero y para el cumplimiento de
peculiares labores apostólicas, fue una de las grandes aportaciones pastorales
del Concilio Vaticano II y la legislación posconciliar, comparable a la
creación de las personas jurídicas por el derecho medieval canónico, mucho
antes de que lo hiciera el derecho secular.
Al dar vida a las
prelaturas personales, el Concilio Vaticano II apostó por incorporar a la
Iglesia el entonces moderno principio de funcionalidad, como tercer pilar, a
modo de complemento de los otros dos grandes pilares: los principios de
personalidad y territorialidad. El principio de funcionalidad justifica y
legitima la creación de instituciones eclesiásticas con el fin de cubrir una
necesidad pastoral apremiante reconocida como tal por la jerarquía de la
Iglesia: atender cristianos perseguidos, migrantes, pacientes con enfermedades
contagiosas, grupos sociales marginados, ayudar a la reconstrucción de una zona
en guerra, o promover la llamada universal a la santidad, meollo del mensaje
del Vaticano II, como en el caso del Opus Dei, única prelatura existente hasta
ahora, erigida por Juan Pablo II hace más de cuarenta años. En estas tareas
peculiares, a veces, trabajarán solo sacerdotes, pero otras veces, como es el
caso del Opus Dei, conjuntamente sacerdotes y laicos, como expresión
carismática específica de la unidad del pueblo de Dios.
Alrededor de
esta idea brillante y revolucionaria, muy en consonancia con lo que estaba
sucediendo en el derecho secular, pronto surgió un apasionado debate
canonístico acerca de la naturaleza jurídica de las prelaturas personales, ya que
su nacimiento exigía reinterpretar, enriquecer y progresar en el entendimiento
de los dualismos territorialidad-personalidad, carisma-jerarquía,
sacerdocio-laicado con que tradicionalmente se venía operando en el derecho de
la Iglesia.
Así las cosas,
algunos canonistas tendieron a considerar las prelaturas como circunscripciones
pastorales cuasidiocesanas, asimilables, pero no identificables, a las iglesias
particulares, enfatizando así su carácter jerárquico. Otros concibieron las
prelaturas personales como entes de base asociativa para una mejor formación,
incardinación y distribución de clero al servicio de las iglesias particulares
y, por tanto, asimilables, pero no identificables, a las asociaciones de
clérigos. Trataban así de resaltar el componente asociativo y clerical de las
prelaturas personales. La falta de acuerdo entre los canonistas sobre este
punto central obstaculizó, por desgracia, el proceso de creación de nuevas
prelaturas personales al servicio de determinadas tareas pastorales en la Iglesia.
Con la nueva
regulación de las prelaturas, el Papa Francisco ha clarificado algunas
cuestiones o destacado otras ya sabidas y aceptadas por la canonística. La
nueva normativa deja muy claro que las prelaturas no son estructuras
jerárquicas cuasidiocesanas y, por tanto, no pueden asimilarse a las iglesias
particulares. En contra de lo que opinaban algunos canonistas, la reforma
asimila expresamente las prelaturas a las asociaciones públicas clericales de
derecho pontificio con derecho a incardinar clero. Este es, quizás, el punto
central de la reforma. Para resaltar esta asimilación, la reforma establece
también que el prelado, más que Ordinario de la prelatura, como señalaron Pablo
VI y Juan Pablo II, sea un moderador con facultades jurisdiccionales para
incardinar sacerdotes, erigir un seminario y guiar el ministerio al servicio de
la finalidad de la prelatura. Por otra parte, se recuerda y acentúa que los
laicos que trabajan al servicio de la prelatura son fieles de las diócesis y
seguirán formando parte de ellas. Este punto era y es indiscutido.
Me parece
importante resaltar que asimilar en derecho no es identificar, sino buscar un primum analogatum, un concepto primario que
sirva de referente a quien interprete y aplique la ley. Se puede asimilar, a
efectos legales, un residente en un país con dos años de residencia a un
ciudadano, pero un residente no es un ciudadano nativo. Se puede asimilar, a
efectos legales, una pareja de hecho a un matrimonio civil, pero no son
identificables. Se puede y debe asimilar, a efectos legales, un hijo biológico
y un hijo adoptivo, pero no son identificables. La asimilación es una técnica
legislativa que evita la repetición innecesaria, facilita la interpretación y
permite el desarrollo ordenado de instituciones nacientes. Pero identificar
plenamente los elementos asimilados constituye un error que acaba
desnaturalizando al componente más débil.
Decir que
las prelaturas son asimilables a ciertas asociaciones clericales muestra, a la
postre, que no son constitutivamente
asociaciones clericales, sino algo más. Y es que, para captar la naturaleza de
las prelaturas personales, hay que acudir al principio de funcionalidad, no
sólo al principio asociativo. Es la misión, la tarea específica a la que está
orientada, la que determina la forma de organizarse.
Muchos de los
servicios o tareas apostólicas peculiares de las prelaturas serán más
carismáticos que jerárquicos (es el caso del Opus Dei y así lo ha recordado
Francisco recientemente) y otros al revés. Todo cabe o debería caber. Pero no
debemos olvidar que toda realidad eclesial es ambas cosas, con distintas
intensidades. Lo jerárquico potencia la unidad en la diversidad, lo
carismático, en cambio, la diversidad en la unidad,
Aquí es
precisamente donde encaja la presencia del laicado. Es obvio que no caben
prelaturas personales sin clero. Pero no se puede cerrar la puerta a la
incorporación de laicos a las prelaturas personales cuando esto sea una
exigencia del carisma, como ocurre en el caso de la Obra. El Opus Dei es una familia
formada por laicos y sacerdotes, mujeres y hombres, casados y solteros, ricos y
pobres. El principio de funcionalidad (la misión específica) complementa el
principio de territorialidad y determina la forma de organizarse.
Cuando Juan
Pablo II erigió el Opus Dei en prelatura personal reconoció el carisma otorgado
por Dios a san Josemaría de promover la llamada universal a la santidad en
medio del mundo y lo elevó a categoría de tarea necesaria en la Iglesia, por
coincidir con el mensaje central del Concilio Vaticano II. Por eso, creó la
primera prelatura, compuesta por sacerdotes y laicos, unos incardinados y otros
incorporados, siempre al servicio de sus respectivas diócesis. Con esta
aprobación también dio respuesta a la aspiración del fundador: encontrar una
fórmula jurídica adecuada al carisma específico del Opus Dei.
Que esa
prelatura sea asimilable a ciertas asociaciones clericales, es, repito, una
técnica jurídica totalmente aceptable. Pero una interpretación clerical, clericalista, si se me permite, de la
reforma que no solo asimilara, sino que identificara la prelatura con una
asociación clerical, desnaturalizaría el carisma esencialmente secular de la
única prelatura creada hace ya cuarenta años por la Santa Sede. Por lo demás
una excesiva clericalización de la reforma, o un exceso de academicismo que
cerrara los ojos a una realidad pastoral ya existente, contravendría el
espíritu evangelizador y sinodal que el Papa Francisco viene impulsando desde
el inicio de su pontificado.
Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de
Navarra
Fuente; Exaudi