No está en nuestra mano la justicia ni la decisión de cuándo debe o no debe intervenir Dios.
Parábola del trigo y la cizaña |
Naturalmente, este argumento se utiliza para el mal que hacen
otros, no el que hace uno mismo. La indulgencia con nosotros se trasforma en
intolerancia con los demás.
Este tema es tan nuevo como antiguo. ¿De dónde viene el mal? ¿Por qué lo permite Dios? ¿Por qué no aniquila a los malvados? Son preguntas que aparecen en la Biblia como un leitmotiv desde la primera página hasta la última. Jesús le dedica una de sus parábolas más conocidas: la del trigo y la cizaña, que es una invitación a la paciencia y a la esperanza.
Cuando los labradores al servicio de un señor descubren que,
junto al trigo que sembraron, aparece la cizaña, acuden a su amo para
proponerle arrancarla. El dueño les dice que esperen, pues, de hacerlo, podrían
arrancar también el trigo. Y apela al día de la cosecha, cuando se corte al
mismo tiempo el trigo y la cizaña: el trigo será llevado al granero y la cizaña
echada al fuego.
Jesús aprovecha esta parábola para enseñar algo sobre el origen de la cizaña, es decir, del mal. Si los labradores solo sembraron trigo, ¿de dónde procede la cizaña? «Un enemigo lo ha hecho», afirma Jesús. Es obvio que el enemigo es el diablo. Así como el bien tiene un principio eterno, el mal entró en el mundo —según dice san Pablo— por envidia del diablo. ¿Envidia de quién?, nos preguntamos. De la felicidad del hombre por su amistad con Dios. Su entrada en la escena del mundo es consecuencia de su envidia.
De ahí que el papa
Francisco le haya llamado el «gran
envidioso» del
hombre, pues busca su destrucción sembrando en su corazón la cizaña con sus
diversas variedades: el odio, la muerte, la venganza. Por eso, al diablo se le
llama también «homicida», porque busca la muerte
de los hombres.
En la parábola, Jesús invita a esperar el momento de la cosecha, que es una imagen del juicio último de Dios. En el profeta Ezequiel Dios dice: «yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva» (Ex 33,11). Jesús apela a la paciencia de Dios que da tiempo al pecador para su conversión. En realidad, es una invitación a la esperanza de que, en el tiempo señalado, el pecador se convierta.
Dios mide el tiempo según su medida, no con la del hombre
que busca solución rápida al problema del mal invocando, paradójicamente, la
omnipotencia de Dios. Si Dios actuara como pretenden quienes lo niegan basados
en el mal del mundo, desapareceríamos todos de la faz de la tierra. ¿O algún
hombre se considera tan justo como para pensar que en su corazón no existe la
cizaña? ¿No necesitamos todos tiempo para la conversión? ¿No invocamos la
paciencia de Dios para que olvide nuestros pecados?
Es verdad que el mal nos sobrecoge en ocasiones de manera terrible. Es como el frío en la nuca que nos paraliza; como el fuego que despierta la pasión de la aniquilación de quien comete crímenes horribles. Pero no está en nuestra mano la justicia ni la decisión de cuándo debe o no debe intervenir Dios. Este argumento no sirve para negar su existencia, por mucho que nos parezca lógico.
Es un argumento que, en realidad,
desconoce la naturaleza de Dios y la razón por la que ha creado al hombre
libre. Dios es juez de los hombres, ciertamente, y realizará su juicio en el
momento final de la historia. Mientras tanto, espera como el labrador el fruto
de la cosecha y, cuando llegue la siega, separará el trigo de la cizaña y
establecerá la justicia definitiva, la que el hombre debe aprender si espera de
Dios misericordia.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia