En las apariciones del Resucitado, que narran los Evangelios, Jesús quiere dejar claro que posee la misma identidad de quien vivió entre los hombres y murió en la cruz.
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Dominio público |
Ya no está sometido a las leyes de espacio y de tiempo y su naturaleza humana se ha perfeccionado haciéndose «espiritual». Lo espiritual no debe entenderse en sentido etéreo, fantasmal, como el de algunas películas de ficción.
San Pablo habla de cuerpo
«celeste», «espiritual» o pneumático, es decir, el cuerpo
que ha alcanzado la perfección a la que Dios nos ha destinado desde la
creación. Santo Tomás de Aquino, apoyado en los textos bíblicos, resumía las
cualidades del cuerpo resucitado con estas palabras: claridad, impasibilidad,
agilidad y sutileza.
Algunas de estas cualidades se
describen en los evangelios cuando Jesús aparece y desaparece de repente,
atraviesa las puertas y los sitios cerrados o se habla de metáforas
relacionadas con la luz, como el relámpago que precede a la remoción de la losa
del sepulcro (cf. Mt 28,3), o la aparición a Saulo de Tarso en el camino de
Damasco (Hch 9,3).
En cuanto a la razón
pedagógica por la que Jesús no es reconocido de inmediato, como sucede en la
aparición a la Magdalena, a los discípulos de Emaús y en el lago de Galilea,
los teólogos argumentan de la siguiente manera: las apariciones del Resucitado
no son descubrimientos de los discípulos, sino iniciativa de Jesús, que se hace
ver. Es Jesús quien desea mostrarse a los suyos en el momento determinado,
porque la fe en su resurrección es un don, una gracia que él concede.
Su presencia, por tanto, es
revelada por él mismo y esto explica esa especie de «juego» que consiste en
manifestarse poco a poco, como en un crecimiento hacia la fe que culmina con el
reconocimiento de su persona cuando él lo decide. Se puede decir que Jesús,
para llevar a los suyos a la fe, utiliza pedagógicamente el método de la
revelación progresiva de sí mismo.
Esta pedagogía de Jesús se
sirve, además, de la memoria de la vida anterior. Cuando
se aparece a María Magdalena, el momento de la revelación final sucede cuando
Jesús pronuncia el nombre de María. En los discípulos de Emaús, Jesús recurre a
la fracción del pan, gesto inolvidable para los suyos. En la aparición junto al
lago de Galilea, Jesús evoca la pesca milagrosa de su vida pública con otra
pesca semejante. Y cuando se aparece a los apóstoles y a Tomás, según leemos en
el Evangelio de hoy, Jesús les muestra las señales de la pasión en las manos y
el costado.
Este es el principio de
identidad de su propio cuerpo, que, aunque ha sido trasformado en cuerpo
«celeste» o glorioso, sigue siendo el mismo y puede ser reconocido como tal. Por
ello, la resurrección confirma que se trata del Crucificado. Esto lo dice muy
bien san Juan en el Apocalipsis, que también leemos hoy. Cuando Jesús
Resucitado se le revela en la isla de Patmos, le dice: «No temas; yo soy el
Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los
siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo» (Apc
1,17-18).
No se puede explicar mejor el misterio de la Resurrección. Es lo mismo que dicen los ángeles a las mujeres cuando encuentran vacío el sepulcro: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado» (Lc 24,5-6).
César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia