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Dominio público |
Te peinas en el baño con una cara tan blanca como un puñado de nieve. Se te ha caído el pelo, por el estrés. En el espejo ves todo lo que tú no eres: un cuerpo sin deterioros, la frescura de una carne tersa, debajo de la que fluye el río de la vida. O mejor: ves lo que es ella. Todo lo miras con los ojos del ausente, y en sus ojos ya no estás tú. Vuelves al salón, coges el bolso y metes la llave en la cerradura nueva. Una cerradura nueva para abrir una nueva vida. Para que la vida antigua no consiga entrar. La de estos últimos meses, a su lado. Luces, adornos, abetos de plástico. En el supermercado es Navidad. Y una mujer más joven que tú, parecida a la que te espera en el espejo del baño, te trasporta a tu pasado. Es una máquina del tiempo porque enseguida ves a otra mujer con su familia cantando villancicos en la misma casa en la que ahora sobrevives. En ese tiempo te gusta recorrer el centro de Granada. Ver las calles adornadas, que tus hijos miren belenes y tiemblen de miedo pensando en la noche de los regalos. Hay cosas que celebrar y un hombre con quien celebrarlas. Al que le gusta salir poco, que se queja en cada una de las salidas, pero que está. En una de esas Navidades pretéritas, la Nochebuena en la que tu hijo más tímido escribe su primer poema mientras está nevando, le llevas un poco de comida al hombre encargado de vigilar las obras que hay al lado de tu edificio. Un hombre que pernocta en una caseta con una pequeña familia formada por una estufa, un perro y una radio. Te conmueve y bajas a la calle y le ofreces lo que has cocinado y él se sonroja dándote las gracias.
Rey de las personas rotas, te dices en el estante de
los lácteos. En este supermercado es Navidad, vale. Y fuera de mi casa, en el
mundo. El mundo que sigue aconteciendo ajeno a mi abatimiento y parecido a esas
personas que ríen en un corrillo durante el entierro. Pero ¿podrá ser Navidad
dentro de mí?
Ahora, en el momento en que te haces esta pregunta, yo
entro en una iglesia. Una vela resplandece al pie del altar, en la penumbra.
Esa vela es todo lo que quiero decirte con esta carta. La única que está
encendida, tan parecida a ti, que te aferras a lo que sea, como el náufrago: la
televisión, la voz de tu hija. A cualquier persona que espera y que no se ha
rendido, que vive expectante, como los árboles debajo de la nieve, con la vida
dentro de su madera, esperando su turno igual que los muertos dentro de las
tumbas esperan el día en que el amor las romperá. El amor será una madre
despertándonos del sueño.
Conduzco, me dirijo a tu casa con esa llama dentro de
mí. Protegiendo su amarillo de la radio, custodiándola para que el diablo no la
apague ni atenúe su fluorescencia. Hago lo mismo que tú, hago lo mismo que
hacemos todos desde que nos levantamos. Todo el mundo intenta a su manera que
no se apague la luz. Mantener viva una hoguera en el vórtice de un huracán. Con
esta hoguera me refiero a la esperanza. Una esperanza adulta, capaz de mirar al
sufrimiento y responderle que no todo está perdido. El optimismo de los libros
de autoayuda no, rotundamente. Quiero decir una esperanza que no vomita la
oscuridad. Que nace donde no hay solución. Mientras conduzco, por ejemplo, todo
lo que veo a uno y otro lado de esta carretera es una respuesta a mi oscuridad.
Todos los días tengo que callarme y responderle al infierno lo que viene a mi
encuentro, que es lo que escribo. Estos campos de cultivo que brillan tras la
lluvia, gritando gloria. Tanta belleza preparándose desde hace siglos,
milenios, para el regreso del amor. El mundo es una novia que espera
mordiéndose las uñas la hora de una cita, ¿no te das cuenta? Un nido
gigantesco. Estos árboles de tu calle, por ejemplo. Son un nacimiento continuo,
el preludio de lo que no se terminará. A cada instante nace vida por todas
partes.
Cada segundo de nuestra vida algo nos dice al oído te
amo. Por eso al diablo le gusta el ruido.
Tu hija me saluda, está desayunando. Vas y vienes con
gesto nervioso. No duras sentada. Cuando se nombra al ausente tu cara se crispa
como una charca a la que han arrojado una piedra. Me apena verte, esa manera
tuya de cruzar el día, yendo de un lado a otro, siempre a punto del sobresalto.
Me gustaría ser para ti la imagen relajante de un bosque, la melodía que ponen
en el dentista. Por eso te escribo esta Nochebuena: quiero decirte el fuego de
esa vela que he mirado.
Tu hija da de comer al pájaro del hombre que ya no
está. La veo desde el pasillo, cuando voy al baño. Aunque él se fue mucho antes
de irse, cuando vivía en esa habitación con muchas plantas. Que ahora está más
presente que nunca. Su pájaro ha recuperado el plumaje. Y a veces canta, por la
mañana. Tu hija dándole de comer y la vela son una misma cosa, pienso. Esa
tarea es otra una vela dentro de una oscuridad más grande que la de la iglesia.
Lo contrario del infierno es un dolor que no derriba nuestra rutina. Una
respuesta contraria a castigar a las plantas sin su alimento. Se acerca la
Navidad más difícil de tu vida, es verdad, pero no por eso menos Navidad. Está
la oficial, la del supermercado, la Navidad llena de brindis y caras tan
brillantes como las luces del árbol; pero también la que no se fotografía, la
Navidad de los que viven atribulados. Es un pesebre un corazón como el tuyo,
roto en mil pedazos. Un lugar estrecho y lleno de herida, pero llamado a ser la
cuna de lo nuevo.
Deja de llorar, se acerca tu nacimiento.
Jesús
Montiel
Fuente:
Alfa y Omega