Es
una familia pobre, humilde, obediente a Dios y, sobre todo, sagrada. Sufrirá
persecución, emigración y destierro, y, a la vuelta de Egipto, volverá al
pueblecito de María, Nazaret, donde Jesús será conocido como el profeta
Nazareno.
Toda familia es sagrada, pues tiene su origen en Dios, autor y señor de la vida. Desde el inicio mismo de la creación, Dios llamó al hombre y a la mujer —en su alteridad y complementariedad insustituibles— a ser una sola carne y a cooperar con él en la procreación. El hombre y la mujer, unidos en alianza de amor, son, por tanto, cooperadores necesarios de Dios en la transmisión de la vida, que es el fruto de su propia entrega de amor.
El ámbito del amor y de la entrega mutua
es tan sagrado como la vida que en él se produce. Nada ni nadie puede
interferir esa acción que tiene por protagonistas a Dios y a los cónyuges. Se
explica así que las lecturas de este domingo de la Sagrada Familia ensalcen el
plan de Dios sobre el padre, la madre y los hijos, que constituyen una
comunidad de amor y de vida en la que todo está orientado al bien común de cada
miembro.
Cuidar
la familia es, por tanto, la tarea primordial de la sociedad y del Estado que
deben poner todos los recursos al servicio de esta institución divina y humana.
La familia requiere estabilidad, seguridad jurídica, hogar adecuado, trabajo
justo y humanizado, beneficios sanitarios, protección y salvaguarda de los
derechos de los padres y de los hijos, educación en todos los niveles. Una
sociedad justa debe situar a la familia, como comunidad de personas con sus
derechos y obligaciones, en el lugar prioritario de sus políticas.
El
libro del Eclesiástico recoge las obligaciones que los hijos tienen para con
sus padres, incluso en los momentos difíciles de la vejez con la amenaza de
perder las facultades mentales. Lo dice claramente: «Quien honra a su padre
expía sus pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros […]
Hijo mío, cuida de tu padre en su vejez y durante su vida no le causes
tristeza; aunque pierda el juicio, sé indulgente con él y no lo desprecies aún
estando tú en pleno vigor» (Eclo 3,3.12-13).
También san Pablo ofrece una tabla de virtudes domésticas orientadas a vivir en familia con misericordia entrañable, bondad y comprensión. Exhorta al sobrellevarse mutuamente y al perdón. En la familia todos se enseñan y corrigen mutuamente mediante el amor y en el ámbito de la acción de gracias al Señor Jesús en cuyo nombre la familia ha sido constituida (Col 3,12-21). Así fue la familia de Nazaret en todos los avatares por los que pasó.
En ella, la voluntad de Dios siempre tuvo acogida; y brilló la verdadera humanidad que ha traído Jesucristo en la Encarnación. Se explica, por tanto, que al final del evangelio de hoy se diga de Jesús que «el niño iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él» (Lc 2,40). Es difícil imaginar cómo Dios puede crecer. Pero así es. Todo es más comprensible si pensamos que nuestro Dios es también hombre, miembro de la familia humana. Y eso sólo es posible si cada familia concreta se convierte en escuela de humanidad.
+ César Franco
