Los sacerdotes católicos
son humanos y cometen errores, como cualquiera. Pero también hay héroes entre
ellos
Hace
varios años, en su blog ahora en desuso The Crescat, la columnista
consejera habitual de Aleteia Katrina Fernandez encontró
esta fotografía aquí y se
maravilló ante “el material del que están hechos nuestros sacerdotes”.
4 de junio de 1962. El capellán de la marina Luis Padilla daba los últimos sacramentos a soldados moribundos rodeado de fuego de francotiradores. Un soldado herido se levantaba agarrándose a la sotana del sacerdote, mientras las balas mellaban el suelo a su alrededor.
4 de junio de 1962. El capellán de la marina Luis Padilla daba los últimos sacramentos a soldados moribundos rodeado de fuego de francotiradores. Un soldado herido se levantaba agarrándose a la sotana del sacerdote, mientras las balas mellaban el suelo a su alrededor.
Héctor
Rondón Lovera, que tenía que permanecer tumbado para evitar recibir un disparo,
afirmó más tarde que no tenía claro cómo se las arregló para tomar esta
fotografía. Norman Rockwell usó de forma escalofriante esta
fotografía como plantilla para su pintura Justicia Sureña (Asesinato en
Mississippi).
Yo
misma estoy impactada por la sensación de calma absoluta en esa imagen del
padre Padilla. Hay algo sorprendentemente anclado ahí. Imperturbable. Osado,
incluso.
La
imagen me recordó al Siervo de Dios Vincent Capodanno, que
fue muerto en la Guerra de Vietnam y
que recibió el apodo de ‘grunt’, que significa ‘gruñido’ y que también
recibían los soldados de infantería estadounidenses en Vietnam.
El
padre Capodanno iba allá donde estaban los heridos y los moribundos, dando los
últimos ritos y cuidando de sus queridos marines. Siempre cuidando de ellos, al
igual que ellos cuidaban de él. Herido en la cara y sufriendo por una grave
herida de metralla que casi le cercenó la mano, durante la épica batalla de
Dong Son en septiembre de 1967, el padre Vince acudió a ayudar a un marine
herido a solo unos metros de una ametralladora enemiga. El padre Capodanno
murió a causa de una ráfaga de ametralladora [mientras] atendía a este joven
marine. Cuando recuperaron su cuerpo, tenía 27 heridas de bala.
Un
sacerdote con ojos cansados.
La
historia del padre Capodanno me trae a la mente otra historia de un posible
santo, el capellán originario de Kansas padre Emil Kapaun:
Mientras
trabajaba con fervor más allá de las líneas estadounidenses, en “tierra de
nadie”, consiguió detener una ejecución y negociar con el enemigo para mantener
la seguridad de los estadounidenses heridos. Nadie sabe cuántos jóvenes
soldados cargó a su espalda hasta ponerlos a salvo. Tras regresar una y otra
vez, finalmente fue hecho prisionero cuando intentaba rescatar a otro soldado
herido.
Hay
una magnífica historia sobre Kapaun que cuenta que mientras ayudaba a un hombre
herido, un soldado enemigo se le acercó y le apuntó con su rifle. Kapaun, que
según parece no estaba de buen humor, derribó al soldado de un golpe, antes de
ser capturado.
Kapaun
me hace pensar en:
El padre Tim Vakoc, capellán del ejército,
que murió a causa de heridas sufridas en Irak:
Vakoc
fue herido el 29 de mayo de 2004 –duodécimo aniversario de su ordenación como sacerdote–
mientras regresaba de decir misa para los soldados sobre el terreno en Irak
cuando su vehículo militar Humvee pisó una bomba de carretera (IED). Sufrió un
daño cerebral grave (…) El 1 de junio de 2005, recibió una bandera firmada por
Vakoc y su unidad. Su primer mensaje a los visitantes que presentaron la
bandera fue “TIM 4F” (código militar para ‘no apto para el servicio’) y luego
“OK”.
Y
la historia del padre Vakoc me trajo a la memoria al increíble padre Aloysius Schmitt, capellán de marina,
que había terminado de celebrar misa en el buque USS Oklahoma poco
antes del ataque sobre Pearl Harbor y falleció mientras ayudaba a otros
marineros a ponerse a salvo.
El
cáliz oxidado del padre Schmitt y su libro de oraciones en latín, manchado de
agua, fueron recuperados del naufragio. El libro conservaba todavía un
marcapáginas en el lugar de las oraciones de aquella mañana, a la altura del
Salmo 8.
¡Señor,
nuestro Dios,
qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!
qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!
Quiero
adorar tu majestad sobre el cielo
El
padre Schmitt fue el primer sacerdote católico en morir en acto de servicio en
las fuerzas militares estadounidenses. El USS Schmitt, un destructor de
escolta de la clase Buckley de la marina estadounidense, lo honra con su nombre.
Su
historia siempre consigue conmoverme y, como es natural, me recuerda a otro
sacerdote:
El padre John Patrick Washington, uno de los “Cuatro capellanes” de diferentes
tradiciones que fueron vistos por última vez rezando juntos, agarrados de
los brazos, sobre la cubierta del buque de transporte de tropas condenado en la
Segunda Guerra Mundial, el USS Dorchester.
El
recuerdo de Washington me evoca el de san Maximiliano Kolbe, el brillante
sacerdote franciscano que murió en Auschwitz después de
ofrecerse voluntario para ocupar el lugar de un hombre con
familia:
En
julio de 1941, un hombre de los barracones de Kolbe desapareció, lo que provocó
que el Hauptsturmführer de las SS Karl Fritzsch, subcomandante en el
campamento, escogiera a 10 hombres del mismo barracón para que murieran de
hambre en el Bloque 13 (famoso por las torturas), y así disuadir de otros
potenciales intentos de fuga. (El hombre que había desaparecido fue encontrado
más tarde ahogado en la letrina del campamento). Uno de los hombres
seleccionados, Franciszek Gajowniczek, gritó llorando por su familia, y Kolbe
se ofreció voluntario para sustituirle.
Durante
el tiempo que estuvieron en la celda, Kolbe guio a los hombres a través de
canciones y oraciones. Después de tres semanas de deshidratación y ayuno, solo
Kolbe y otros tres permanecían vivos. Finalmente, fue asesinado con una
inyección de ácido carbólico.
El
asesinato de Kolbe me trae a la mente al obispo Óscar Romero, asesinado en el altar en medio de una
revuelta política. Este fue el hombre que se atrevió a desafiar a todos los
sacerdotes y también a todos nosotros:
“Una
Iglesia que no provoca crisis, un Evangelio que no desestabiliza, una Palabra
de Dios que no se mete bajo la piel, (…) ¿qué tipo de evangelio es ese? (…) Los
predicadores que evitan todas las cuestiones espinosas para no ser
perseguidos (…) no iluminan el mundo en que viven”.
Romero
me recuerda al cardenal Ignatius Gong Pin-Mei,
un prisionero del Gobierno chino, que les dijo: “Soy un obispo católico romano.
Si condenara al Santo Padre, no solo no sería obispo, sino que ni siquiera
sería católico. Podéis decapitarme, pero no podéis arrebatarme mis deberes”.
Después de su arresto, Gong fue llevado a un estadio deportivo de Shanghái
donde se esperaba que confesara sus “crímenes”. En vez de eso, con las manos
atadas a la espalda, habló con fuerza al micrófono diciendo: “¡Larga vida a
Cristo Rey! ¡Larga vida al Papa!”.
La
multitud repitió sus palabras, añadiendo “¡Larga vida al obispo Gong!”. Pasó 30
años en prisión, gran parte de ese tiempo en régimen de aislamiento.
La
historia de Gong me hace pensar en el arzobispo de Saigón, François Xavier Nguyên Van Thuân,
prisionero durante 13 años, que celebraba misa en su solitaria celda con gotas
de vino, migas de pan y un crucifijo de alambre que se hizo él mismo.
Gong
fue nombrado cardenal por el papa San Juan Pablo II, el sacerdote que vivió bajo la
dominación tanto nazi como comunista y que comprendió que la respuesta al
capitalismo imperfecto o a las sociedades injustas no era aplastar la libertad
humana; el Papa que inspiró al pueblo oprimido de Polonia a exigir, una y otra
vez, “¡Queremos a Dios!”.
Podría
continuar nombrando a sacerdotes heroicos de todas las épocas, curas que fueron
héroes porque perseveraron en tiempos de guerra o se enfrentaron a la opresión o arriesgaron su vida y su salud para poder llevar a
Cristo a los enfermos. Muchos sacerdotes heroicos han caído a lo largo de los
años y no siempre conocemos sus nombres, porque simplemente eran sacerdotes
santos y silenciosos que cumplían con su deber.
¿De
dónde sacamos hombres así? Sus padres les crían y les forman en la fe, pero
como nos decía el arzobispo Timothy Dolan, su sacerdocio, su voluntad para
salir al exterior y arriesgarse por el Evangelio y por el ministerio, es un “don puro de Dios…”.
Amén.
Concédenos muchos más dones así, Señor, los necesitamos. Tu pueblo los
necesita.
Todos
esperamos dormir en la Eterna Visión de Tu Gloria, como este monje y esta monja.
Elizabeth
Scalia
Fuente:
Aleteia