LA OVEJA EXTRAVIADA
II. El amor personal de Dios por cada hombre.
III. Nuestra vida es la historia del amor de Cristo..., que tantas veces nos
ha mirado con predilección.
«En aquella ocasión se
acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: ¿Quién juzgas que es el
mayor en el Reino de los Cielos?
Entonces, llamando a un niño, lo preso en
medio de ellos y dijo: En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como
los niños no entraréis en el Reino de los Cielos. Pues todo el que se humille
como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos; y el que reciba a un
niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Guardaos de despreciar a uno de
estos pequeños, pues os digo que sus ángeles en los Cielos están viendo siempre
el rostro de mi Padre que está en los Cielos.
¿Qué os parece? Si a un hombre que tiene cien ovejas se le pierde una de ellas, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte e irá a buscar a la que se ha perdido? Y si llega a encontrarla, os aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se habían perdido. Del mismo modo, no es voluntad de vuestro Padre que está en los Cielos que se pierda ni uno solo de estos pequeños.» (Mateo 18, 1-5.10.12-14)
I. Leemos en el Evangelio
de la Misa una de las parábolas de la misericordia divina que más conmueve al
corazón humano. Un hombre que tiene cien ovejas -un rebaño grande- pierde una
de ellas, probablemente por culpa de la misma oveja, porque se quedó atrás
mientras seguían buscando pastos. Y pregunta Jesús: el pastor, ¿no dejará las
noventa y nueve en el monte e irá a buscar la que se ha perdido? San Lucas
recoge estas palabras del Señor: Y cuando la encuentra la pone sobre sus
hombros gozoso hasta devolverla al redil.
¡Tantas
veces Jesús ha salido en nuestra busca, a pesar de las faltas de generosidad y
de correspondencia! Y por eso, precisamente, ha salido una y otra vez, aunque
no lo merecíamos, porque nos alejamos siempre por nuestra culpa.
Ninguna
de las ovejas recibió tantas atenciones como ésta que se había descarriado. Los
cuidados de la misericordia divina sobre el pecador, sobre nosotros, son
abrumadores.
¿Cómo
no nos vamos a dejar llevar a hombros del Buen Pastor si alguna vez nos
perdemos? ¿Cómo no hemos de amar la Confesión frecuente, donde encontramos a
Cristo? Pues hemos de contar con que somos débiles y, por tanto, con los
tropiezos. Pero esa misma debilidad, si la reconocemos como tal, atrae siempre
la misericordia divina, que acude con más ayudas, con más amor. «Jesús, nuestro
Buen Pastor, se da prisa en buscar a la centésima oveja, que se había
perdido... ¡Maravillosa condescendencia la de Dios que así busca al hombre;
dignidad grande del hombre así buscado por Dios!».
Contamos
siempre con el amor de Cristo, que ni aun en los peores momentos de nuestra
existencia deja de amarnos. Contamos siempre con su ayuda para volver a la
buena senda, si la hubiéramos perdido, y recomenzar una y otra vez. Él nos
mantiene en la lucha, y «un jefe en el campo de batalla estima más al soldado
que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que
nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa».
No se santifica el que nunca comete errores, sino quien siempre se arrepiente,
fiado en el amor que Dios le tiene, y se levanta para seguir luchando. Lo peor
no es tener defectos, sino pactar con ellos, no luchar, admitirlos como parte
de nuestra manera de ser. Así se llegaría a la mediocridad espiritual, que el
Señor no quiere para quienes le siguen.
II. Jesús ama a cada uno
tal y como es, con sus defectos; en su amor, no idealiza a los hombres; los ve
con sus contradicciones y flaquezas, con sus inmensas posibilidades para el
bien y con su debilidad, que tan frecuentemente aflora. «Cristo conoce lo que
hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce!», y así lo ama, así nos ama.
¡Cómo
entiende Jesús al corazón humano y qué visión tan positiva tiene de su
capacidad! «El ojo de Jesús sabe mirar a través de los velos de las pasiones
humanas y penetrar hasta lo íntimo del hombre, allí donde está solo, pobre y
desnudo». Él nos comprende siempre y nos anima a seguir luchando en todas las
situaciones. ¡Si pudiéramos darnos más cuenta del amor personal de Cristo por
cada hombre, de sus atenciones, de sus desvelos! El Señor nos ama; ésta es la
suprema realidad de nuestra vida, la que es capaz de levantar nuestro espíritu
en todo momento, lo que nos hace estar alegres, por encima del dolor y de la
contrariedad.
Jesús
nos ama siempre, a pesar de ese fondo de miseria que se encuentra en el corazón
humano. «Este "a pesar de todo" hace su amor tan incomparable, tan
único, tan maternalmente tierno y generoso, que permanecerá inscrito para
siempre en el recuerdo de la humanidad (...). Su amor a la humanidad es muy
distinto del que preconizan los pensadores y filósofos. No es pura doctrina,
sino vida, más aún, un sufrir y morir con los hombres. No se contenta con
examinar la miseria humana y luego buscar los remedios para aliviarla, sino que
Él mismo se pone en contacto con dicha miseria. No soporta conocerla sin
tomarla sobre sí. El amor de Jesús traspasa los límites de su propio corazón
para atraer hacia sí al prójimo, o mejor dicho, para salir de sí mismo,
identificándose con los demás para vivir y sufrir con ellos».
Llama
a los hombres con los títulos de hermano y de amigo, y une su suerte tan
íntimamente con la de ellos que cualquier cosa que se haga por otro, por Él se
hace. Constantemente nos dicen los Evangelistas que sentía compasión del pueblo.
Tenía compasión de ellos porque eran como ovejas sin pastor. Le conmueven
siempre la desgracia y el dolor. No puede decir no cuando clama el dolor,
aunque sea el de una mujer pagana como la sirofenicia. No deja de atender a
quienes se le acercan, sin importarle que le critiquen de que quebranta el
sábado, y está entre publicanos y pecadores, aunque se escandalicen los que se
creen buenos cumplidores de la Ley. Ni siquiera su propia agonía le impide
decir al buen ladrón: Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Su
amor no tolera excepción alguna, y no tiene la menor preferencia por una clase
determinada. Acoge a ricos como Nicodemo, Zaqueo o José de Arimatea, y a pobres
como Bartimeo, un mendigo que, después de ser curado, le seguía en el camino.
En sus viajes le acompañaban a veces mujeres que le servían con sus bienes.
Atiende con más prontitud a los más necesitados del cuerpo, y sobre todo del
alma. Su preferencia por los más necesitados no es excluyente, no se limita
sólo a los desposeídos de fortuna, a los marginados..., pues hay de hecho males
comunes a todos los estratos sociales: la soledad, la falta de cariño...
Nuestra
vida es la historia del amor de Cristo, que tantas veces nos ha mirado con
predilección, que en tantas ocasiones ha salido en nuestra búsqueda.
Preguntémonos hoy cómo estamos correspondiendo en este momento de la vida a
tanto desvelo por parte del Señor: cómo nos esforzamos en recibir con la
frecuencia y el amor debidos los sacramentos, si reconocemos a Cristo en la
dirección espiritual o al recibir la corrección fraterna, si vemos con
agradecimiento la solicitud de quienes en la Iglesia ‑los Pastores- cuidan de
nuestra alma. ¿Sabemos exclamar en esas situaciones: ¡Es el Señor!?
III. Jesús me amó y se
entregó por mí. Ésta es la gran verdad que llena siempre de consuelo. Jesús ama
hasta dar su vida; y nos quiere como si cada uno fuera el único destinatario de
ese amor. Muchas veces debemos meditar esta maravillosa realidad -Dios me ama-,
que desborda con creces las expectativas más audaces del corazón humano. Nadie,
fuera de la Revelación divina, se atrevió a vislumbrar y a reconocer esta
sublime vocación de cada hombre: ser hijo de Dios, llamado a vivir en una
relación amistosa, a participar de la misma Vida de las Tres Personas divinas. Para
una lógica chata, parece una ilusión, casi una mentira, y, sin embargo, es la
gran verdad que nos debe llevar a ser consecuentes.
Jamás
ha cesado Jesús de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con
nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud, o en aquellos en los
que tal vez cometimos las más grandes deslealtades. Quizá en aquellas tristes
circunstancias tuvieron lugar las mayores atenciones del Señor, como nos
muestra la parábola que hoy consideramos. Entre las cien ovejas que componían
el rebaño, sólo aquella, la que se extravió, fue la que tuvo el honor de ser
llevada a hombros por el buen pastor. Yo estaré con vosotros siempre, nos dice
el Señor en cada situación, en todo momento. También cuando vayamos a emprender
el último viaje hacia Él.
Esta
seguridad de la cercanía del Señor debe impulsarnos a recomenzar una y otra vez
en la lucha interior, sin dejarnos abrumar por la experiencia negativa de
nuestros defectos y pecados. Cada momento que vivimos es único y, por tanto, bueno
para recomenzar, porque, como se lee en el libro del Deuteronomio, el Señor
avanzará ante ti. Él estará contigo: no te dejará ni abandonará. No temas ni te
acobardes.
Durante
muchos siglos, la Iglesia ha puesto en los labios de sacerdotes y fieles, al
comenzar la Misa, aquellas palabras del Salmo: Me acercaré al altar de Dios //
Al Dios que alegra mi juventud, y esto cuando el sacerdote y los asistentes
eran jóvenes y cuando habían traspasado ya los años de la madurez. Es el grito
del alma que se dirige derechamente a Cristo, que se sabe amada y que desea
amor.
«Dios
me ama... Y el Apóstol Juan escribe: "amemos, pues, a Dios, ya que Dios
nos amó primero". -Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de
nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a
Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?"...
»-Es
la hora de responder: "¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te
amo!", añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!».
Son jaculatorias que nos pueden servir en el día de hoy: nos acercarán más a
Cristo. Él espera esa correspondencia.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org