LA NUEVA ALIANZA
II. La renovación de la Alianza: la Santa Misa.
III. Amar el Sacrificio del altar.
«Les
propuso otra parábola: El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que
sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras dormían los hombres, vino su
enemigo, sembró cizaña en medio del trigo, y se fue.
Cuando brotó la hierba y echó espiga, entonces apareció también la cizaña. Los siervos del amo acudieron a decirle: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña? El les dijo: Algún enemigo lo hizo. Le respondieron los siervos: ¿Quieres que vayamos y la arranquemos? Pero él les respondió: No, no sea que, al arrancar la cizaña, arranquéis junto con ella el trigo. Dejad que crezcan ambas hasta la siega. Y al tiempo de la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla; el trigo, en cambio, almacenadlo en mi granero» (Mateo 13, 24-30).
I.
Leemos en el libro del Éxodo que cuando Moisés bajó del Sinaí dio a conocer al
pueblo los mandamientos que había recibido de Dios. Los israelitas se obligaron
a cumplirlos y Moisés los puso por escrito. A la mañana siguiente edificaron un
altar en la parte más baja de la montaña y alzaron doce piedras, en memoria de
las doce tribus de Israel. Inmolaron unas víctimas con cuya sangre ratificaron
la Alianza que Yahvé realizaba con su pueblo.
Mediante
este pacto, los israelitas se comprometían a cumplir los preceptos divinos
recibidos por Moisés en el Sinaí, y Yahvé, con amor paternal, velaría por su
pueblo, elegido entre todos los pueblos de la tierra. El rito se realizó a
través de la sangre, símbolo de la fuente de la vida. Se roció sobre el altar,
que representaba a Dios, y después de leer Moisés solemnemente y en voz alta el
«libro de la Alianza», roció al pueblo. La aspersión con la sangre expresaba
esta unión especial de Yahvé y su pueblo.
Tan importante es este acontecimiento que ha de ser
recordado y renovado en muchas ocasiones. El pueblo romperá incontables veces
el pacto, pero Dios no se cansa de perdonar y de amar; no sólo perdona: anuncia
por los Profetas, una y otra vez, la nueva Alianza en la que mostrará su
infinita misericordia. Por la Sangre de Cristo, derramada en la Cruz, se
sellará el nuevo y definitivo pacto anunciado, que une estrechamente a Dios su
nuevo pueblo, la humanidad entera, llamada a formar parte de la Iglesia. El
sacrificio del Calvario fue un sacrificio de valor infinito que estableció unas
relaciones completamente nuevas e irrevocables de los hombres con Dios.
«¿Deseas descubrir (...) el valor de esta sangre?,
pregunta San Juan Crisóstomo. Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó
a brotar de la misma Cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya
Jesús, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza, y le
traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del
Bautismo; sangre, como figura de la Eucaristía. El soldado le traspasó el
costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro allí el
tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada».
Esta
riqueza la encontramos cada día en la Santa Misa, donde el cielo parece unirse
con la tierra, ante el asombro de los mismos ángeles, y allí nos unimos con
Cristo en una intimidad real y verdadera; el antiguo pueblo elegido jamás pudo
imaginar algo semejante. «Te suplico, dulcísimo Jesucristo -le decimos al Señor
con una antigua oración para la acción de gracias de la Misa-, que tu Pasión
sea la virtud que me fortalezca, proteja y defienda; tus llagas sean para mí
manjar y bebida con las cuales me alimente, embriague y deleite; la aspersión
de tu sangre me purifique de todos mis delitos; tu muerte sea para mí vida
permanente, tu Cruz sea mi eterna gloria...».
II.
Vienen días, palabra de Yahvé, en los que Yo haré una alianza nueva con la casa
de Israel y la casa de Judá; no como la alianza que hice con sus padres, cuando
los saqué de la tierra de Egipto... En la Ultima Cena, el Señor anticipó lo que
más tarde llevaría a cabo al morir. En aquella acción mostró a sus discípulos
lo que quería hacer e hizo en la Cruz: la entrega de su Cuerpo y de su Sangre
por todos. La Cena es la anticipación del sacrificio de la Cruz. Este cáliz es
la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en
conmemoración mía, palabras del Señor que recoge San Pablo en la primera Carta
a los Corintios, escrita unos veintisiete años después de aquella noche
memorable, y que se guardaban en el seno de la Iglesia como un tesoro.
La palabra conmemoración recoge el sentido de la palabra
hebrea que se utilizaba para designar la esencia de la fiesta judía, como
recuerdo o memorial de la salida de Egipto y de la Alianza hecha por Dios en el
Sinaí. Con estos ritos, los israelitas no sólo recordaban un acontecimiento
pasado, sino que tenían conciencia de actualizarlo o revivirlo, para participar
en él a lo largo de todas las generaciones. Cuando Nuestro Señor manda a los
Apóstoles haced esto en conmemoración mía, no les dice simplemente que
recuerden aquel momento único de la Cena memorable, sino que renueven su
sacrificio del Calvario, que está ya anticipadamente presente en aquella Cena.
Ahora, cada día, en todo el mundo, se renueva esta Alianza
siempre que se celebra la Santa Misa. En cada altar se representa, es decir, se
vuelve a hacer presente, de modo misterioso pero real, el mismo sacrificio de
Cristo en el Calvario: se realiza en el presente, aquí y ahora, la obra de
nuestra Redención que Cristo realizó allí y entonces, como si desapareciesen
los veinte siglos que nos separan del Calvario. El carácter de Nueva Alianza
del Sacrificio Eucarístico se pone particularmente de manifiesto en el momento
de la Consagración. En esos instantes hemos de expresar, de modo más
consciente, nuestra fe y nuestro amor.
Un autor antiguo daba estas recomendaciones al sacerdote
que celebra, y que, con la oportuna acomodación, nos pueden ayudar a todos a vivir
con más intensidad de fe y de amor ese momento tan grande. Una vez pronunciadas
las palabras que hacen presente a Cristo sobre el altar, «penetra con los ojos
de la fe en lo que se esconde bajo las especies sacramentales; arrodillándote
entonces, mira con los ojos de la fe al ejército de los ángeles que te rodea, y
adora con ellos a Cristo con una reverencia tan profunda que humilles tu
corazón hasta el abismo. En la elevación, contempla a Cristo elevado en la
Cruz, y pídele que traiga a Sí todas las cosas.
Haz
actos intensísimos de las diversas virtudes, ora unos, ora otros, de fe, de
esperanza, de amor, de adoración, de humildad..., diciendo con la mente:
"¡Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de mí! Señor mío y Dios mío. Te amo,
Dios mío, y te adoro con todo mi corazón y sentimientos". Puedes también
renovar la intención por la que celebras y ofrecer lo ya consagrado según los
cuatro fines. Pero de modo especial, cuando elevas el cáliz, acuérdate con
dolor y lágrimas de que la sangre de Cristo fue derramada por ti y de que con
frecuencia tú la has despreciado; adórale en compensación por los desprecios
pasados».
Nuestra fe y nuestro amor han de quedar fortalecidos
particularmente en esos momentos de la Consagración.
III.
¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y
anhela los atrios del Señor. ¡Con qué amor y reverencia hemos de acercarnos a
la Santa Misa! Allí está el manantial sublime de las gracias siempre nuevas, al
que deben venir todas las generaciones que van sucediéndose en el tiempo para
encontrar la fortaleza en el largo camino hacia la eternidad. Allí encontramos
la gracia, y al Autor mismo de toda gracia.
Cuando nos preparemos para celebrar o para participar del
Santo Sacrificio del altar, hemos de hacerlo de un modo tan intenso y tan
activo que estrechamente nos unamos con Jesucristo, Sumo Sacerdote, según lo
que nos indica San Pablo: Habéis de tener en vuestros corazones los mismos
sentimientos que tuvo Jesús en el suyo, y ofrezcamos el Santo Sacrificio juntamente
con Él y por Él, y con Él nos ofrezcamos también nosotros mismos. Y para cuidar
esa íntima unión con Jesucristo en la Santa Misa nos ayudará mucho el esmero en
la participación exterior en la Liturgia, que ha de ser consciente, piadosa y
activa, con recta disposición de ánimo, poniendo el alma en consonancia con la
voz y colaborando con la gracia divina.
Prestaremos
delicada atención a los diálogos y a las aclamaciones, haremos actos de fe y de
amor en los breves silencios previstos, pediremos a la Santísima Virgen que nos
enseñe a estar particularmente vigilantes, con la vigilancia del amor, en el
momento de la Consagración, al recibir en nuestra alma a Jesús... No echaremos
en olvido el valor de la puntualidad, delicada atención para con el Señor y para
con los demás, el modo de vestir, con sencillez pero con la dignidad que tal
acción requiere, pues «no ama a Cristo quien no ama la Santa Misa, quien no se
esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño.
El
amor hace a los enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden,
detalles a veces mínimos, pero que son siempre expresión de un corazón
apasionado. De este modo hemos de asistir a la Santa Misa. Por eso he
sospechado siempre que, los que quieren oír una Misa corta y atropellada,
demuestran con esa actitud poco elegante también, que no han alcanzado a darse
cuenta de lo que significa el Sacrificio del altar».
La acción de gracias después de la Misa completará esos
momentos tan importantes del día, que tendrán una influencia decisiva en el
trabajo, en la vida familiar, en la alegría con que tratamos a los demás, en la
seguridad y confianza con que vivimos la jornada. La Misa, así vivida, nunca
será un acto aislado, sino alimento de nuestras acciones; les dará unas características
peculiares, las que corresponden y definen a un hijo de Dios que vive como tal
en medio del mundo, corredimiendo con Cristo.
Procuremos encontrar a Nuestra Señora en la Santa Misa,
que es como una prolongación del Calvario, donde Ella acompañó a su Hijo en el
dolor, ofreciéndose al Padre. Ofrezcamos a Jesús, y nosotros con Él, por medio
de Santa María, que de un modo muy particular se halla presente en el Santo
Sacrificio: «¡Padre Santo! Por el Corazón Inmaculado de María os ofrezco a
Jesús, vuestro Hijo muy amado, y me ofrezco yo mismo en Él, con Él y por Él a
todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org