VIRTUDES HUMANAS
II. En Jesucristo tienen su plenitud todas las virtudes.
III. Necesidad de las virtudes humanas en el apostolado.
«Aquel día salió Jesús
de casa y se sentó a la orilla del mar. Se reunió junto a él tal multitud que
hubo que subir a sentarse en una barca, mientras toda la multitud permanecía en
la orilla.
Y se puso a hablarles muchas cosas en parábolas, diciendo: He aquí
que salió el sembrador a sembrar. Y al echar la semilla, parte cayó junto al
camino y vinieron los pájaros y se la comieron. Parte cayó en terreno rocoso,
donde no había mucha tierra y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al
salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre
espinos; crecieron los espinos y la sofocaron. Otra, en cambio, cayó en buena
tierra y dio fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El
que tenga oídos, que oiga» (Mateo 13,1-9).
I. El Evangelio de la Misa
nos enseña cómo la semilla de la gracia cae en terrenos muy diferentes: entre
espinos, en el camino endurecido por el paso de las gentes, en medio de un
pedregal..., en tierra buena. Dios quiere que seamos esa tierra bien preparada
que acoge la semilla y a su tiempo da una crecida cosecha.
Las virtudes
naturales constituyen en el hombre el terreno bien dispuesto para que, con la
ayuda de la gracia, arraiguen y crezcan las sobrenaturales. Muchos que, quizá
por ignorancia, viven alejados de Dios, pero han cultivado esas disposiciones
nobles y honradas, están bien dispuestos y preparados para recibir la gracia de
la fe, porque el comportamiento humano recto compone como el punto de apoyo del
edificio sobrenatural.
La
vida de la gracia en el cristiano no está superpuesta a la realidad humana,
sino que la penetra, la enriquece y la perfecciona. «De este modo se explica
que la Iglesia exija a sus santos el ejercicio heroico no sólo de las virtudes
teologales, sino también de las morales y humanas; y que las personas
verdaderamente unidas a Dios por el ejercicio de las virtudes teologales se
perfeccionan también desde el punto de vista humano, se afinan en su trato; son
leales, afables, corteses, generosas, sinceras, precisamente porque tienen
colocados en Dios todos los afectos de su alma».
El
orden sobrenatural no prescinde del orden natural, ni mucho menos lo destruye:
«por el contrario, lo levanta y lo perfecciona, y cada uno de los órdenes
presta al otro un auxilio, como un complemento proporcionado a su propia
naturaleza y dignidad, puesto que ambos proceden de Dios, que no puede menos de
estar de acuerdo consigo mismo».
Aunque
la gracia puede transformar por sí misma a las personas, lo normal es que
requiera las virtudes humanas, pues ¿cómo podría arraigar, por ejemplo, la
virtud cardinal de la fortaleza en un cristiano que no se venciera en pequeños
hábitos de comodidad o de pereza, que estuviera excesivamente preocupado del
calor o del frío, que se dejara llevar habitualmente por los estados de ánimo,
que estuviera pendiente de sí mismo y de su comodidad? ¿Cómo podría vivir el
optimismo ante las más diversas circunstancias, consecuencia de su vida de fe,
si fuera pesimista y malhumorado en su convivencia ordinaria? «No se puede
mutilar nada de la esencia ni de las cualidades buenas de la naturaleza humana.
Despersonalizarse
en aquello que de bueno tiene el hombre -que es mucho- es lo más ruinoso que
puede hacer un cristiano. Desarrolla tu naturaleza, tu actividad humana;
desarróllala hasta el infinito. Todo lo que empequeñece, lo que contrae y
estrecha, lo que nos ata por el miedo, eso no es Cristianismo. Hay que emplear
otra palabra que no sea despersonalización para designar la total purificación
del pecado y malas inclinaciones que el hombre, con la ayuda de Dios, ha de
realizar». El Señor nos quiere con una personalidad definida, cada uno la suya,
resultado del aprecio que tenemos por todo lo que Él nos ha dado y del empeño
que hemos puesto por cultivar estos dones personales.
La
tierra bien dispuesta -las virtudes naturales- permite que la semilla divina
arraigue, crezca y se desarrolle con facilidad, a impulsos de la gracia y de la
personal correspondencia. Y, al mismo tiempo, mejora el terreno en el que cayó
la buena simiente cuando crece en él la semilla. La vida cristiana perfecciona
las condiciones humanas, al darles una finalidad más alta; el hombre es más
humano cuanto más cristiano.
II. El Señor quiere que
practiquemos todas las virtudes naturales: el optimismo, la generosidad, el
orden, la reciedumbre, la alegría, la cordialidad, la sinceridad, la
veracidad... En primer lugar, porque debemos imitarle a Él, perfecto Dios y
Hombre perfecto. En Él tienen su plenitud todas las virtudes propias de la
persona y, siendo Dios, se manifestó profundamente humano.
«Vestía
al uso de la época, tomaba los manjares corrientes, se comportaba según las
costumbres del lugar, raza y época a que pertenecía. Imponía las manos,
ordenaba, se enfadaba, sonreía, lloraba, discutía, se cansaba, sentía sueño y
fatiga, hambre y sed, angustia y alegría. Y la unión, la fusión entre lo divino
y lo humano era tan total, tan perfecta, que todas sus acciones eran, a la vez,
divinas y humanas. Era Dios, y gustaba llamarse Hijo del Hombre».
Cristo
mismo exigió a todos la perfección humana encerrada en la ley natural, formó a
sus discípulos no sólo en las virtudes sobrenaturales sino en el comportamiento
social, en la sinceridad, en la nobleza, les instó a que fueran hombres de
juicio ponderado... Él mismo echó de menos la gratitud de unos leprosos a los
que había curado, y las muestras de cortesía y de urbanidad propias de gentes
educadas. Tanta importancia dio Jesús a las virtudes humanas que llegó a decir
a sus discípulos: si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las
celestiales?.
Si
en lo humano procuramos ser sencillos, leales, trabajadores, comprensivos,
equilibrados..., estaremos imitando a Cristo, que es también el Modelo en
nuestro comportamiento, y nos dispondremos a ser la buena tierra donde las
virtudes sobrenaturales echan con facilidad sus raíces. Para eso debemos
contemplar muchas veces al Maestro y ver en Él la plenitud de todo lo humano
noble y recto. En Jesús tenemos el ideal humano y divino al que nos debemos
parecer.
III. El cristiano en medio
del mundo es como una ciudad puesta en lo alto de un monte, como la luz sobre
el candelero. Y lo humano es lo primero que se ve; el ejemplo de personas
íntegras, leales, honradas, valientes..., es lo que arrastra. Por eso, las
virtudes propias de la persona -todas las condiciones naturales buenas- se
convierten en instrumento de la gracia para acercar a otros a Dios: el
prestigio profesional, la amistad, la sencillez, la cordialidad..., pueden
disponer a las almas para oír con atención el mensaje de Cristo.
Las
virtudes humanas son necesarias en el apostolado, porque si nuestros amigos no
ven éstas, difícilmente entenderán las sobrenaturales. Si un cristiano no fuera
veraz, ¿cómo podrían confiar en él sus amigos? ¿Cómo daríamos a conocer el
verdadero rostro de Cristo, si falláramos en lo elemental, en lo humano? Las
virtudes humanas han de ser como el monte en el que está puesta la ciudad, como
el candelero en el que se coloca la luz de Cristo. Muchos apreciarán la vida
sobrenatural cuando la vean hecha realidad en una conducta plenamente humana.
Hemos
de dar a conocer que Cristo vive, con la alegría habitual, a través de la
serenidad en circunstancias quizá difíciles y penosas, en el trabajo bien
acabado, en la sobriedad y la templanza, en una amistad siempre abierta a
todos. Una vocación cristiana vivida en su integridad debe informar todos los
aspectos de la existencia. Todos aquellos que de alguna manera nos tratan y nos
conocen han de percibir, la mayoría de las veces sólo por el comportamiento, la
alegría de la gracia que late en el corazón.
«Hemos
de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es
cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático,
porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque
manifiesta sentimientos de paz, porque ama», porque es generoso con su tiempo,
porque no se queja, porque sabe prescindir de lo superfluo...
El
mundo que nos rodea está necesitado del testimonio de hombres y mujeres que,
llevando a Cristo en su corazón, sean ejemplares. Quizá nunca se ha hablado
tanto de los derechos del hombre y de logros humanos. Pocas veces la humanidad
ha sido tan consciente de sus propias fuerzas. Pero quizá nunca se han dejado
más claramente de lado los valores propios de la persona, que son aquellos que
posee en cuanto imagen de Dios.
De
los cristianos espera el mundo esta enseñanza fundamental: que todos hemos sido
llamados a ser hijos de Dios. Y para alcanzar esta meta, hemos de vivir en
primer lugar como hombres y mujeres cabales, desarrollando todos los valores
naturales que el Señor nos ha dado. Así, con sencillez, mostramos que, para
imitar a Cristo, es necesario ser muy humanos; y que, siendo plenamente
humanos, llevamos camino ‑porque la gracia nunca falta- de ser plenamente hijos
de Dios.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org