LOS AMIGOS DE DIOS
II. Jesucristo, ejemplo de toda amistad verdadera.
III. Fomentar una amistad cordial y optimista con quienes nos relacionamos.
Apostolado y amistad.
“En aquel tiempo, Jesús
dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decide:
-«Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó: -«El que
siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla
son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el
enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los
segadores los ángeles.
Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será
al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su
reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido;
allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán
como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga» (Mateo
13,36-43).
I. En la larga travesía
del desierto, el pueblo de Dios instalaba, fuera del lugar donde acampaba, la
llamada Tienda de la reunión o del encuentro. Se trataba de un sitio sagrado,
santo, un lugar aparte. El que visitaba al Señor salía fuera del campamento y
se dirigía a la Tienda del encuentro. Allí iba Moisés para exponer al Señor las
necesidades del pueblo, y Dios hablaba a Moisés cara a cara, como habla un
hombre con su amigo.
En
diversas ocasiones nos muestra la Sagrada Escritura a Dios como amigo de los
hombres. También Abrahán es llamado el amigo de Dios, y el pueblo apelaba con
frecuencia a esta amistad para invocar el perdón y la protección divina. Es
más, toda la revelación tiende a formar un pueblo amigo de Dios, enlazado con
Él por una estrecha Alianza, que es continuamente renovada. «Dios invisible,
movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para
invitarlos y recibirlos en su compañía».
Este designio divino tuvo su pleno
cumplimiento cuando, llegada la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, la
Segunda Persona de la Trinidad Santa, se hizo hombre. Como la amistad supone
cierta igualdad y comunidad de vida, y la distancia entre Dios y el hombre es
infinita, Dios tomó la naturaleza humana, y el hombre se hizo partícipe de la divinidad
mediante la gracia santificante.
«El
amigo es amigo para el amigo», la amistad exige benevolencia mutua. Primero nos
amó Dios, y así pudimos corresponder; nosotros le amamos porque Él nos amó
primero. El hombre manifiesta su correspondencia aceptando este amor de Dios,
abriéndole su alma, dejándose amar, expresando en obras su amor.
La
esencia de la amistad entre Dios y los hombres se fundamenta en la naturaleza
de la caridad, que es sobrenatural y se derrama en nuestros corazones para que
podamos amar a Dios con el mismo amor con el que Él nos ama. Jesús nos dice:
Como el Padre me amó a Mí, Yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi
amor. Y dirigiéndose al Padre: el amor con que Tú me has amado esté en ellos, y
Yo en ellos. La seguridad de que Dios nos ama es la raíz de la alegría y gozo
del cristiano: Vosotros sois mis amigos...
¡Qué
inmensa alegría podernos llamar amigos de Dios! A lo largo de su vida terrena,
Nuestro Señor estuvo siempre abierto a una amistad sincera con quienes se le acercaban;
es más, en muchas ocasiones fue Él quien tomó la iniciativa para atraerse a
todos a Sí: con Zaqueo, con la mujer samaritana..., con todos. Era amigo de sus
discípulos, que son conscientes de este particular aprecio. Cuando no entendían
algo, se acercaban a Él con confianza, como nos muestra el Evangelio de la Misa
de hoy: explícanos la parábola, le piden con toda naturalidad. Y el Señor les
toma aparte y les desvela el contenido de sus enseñanzas de una manera más
íntima. También participaban de sus alegrías y de sus preocupaciones; y
recibían aliento y ánimo cuando lo necesitaban.
Del
mismo modo, el Señor nos ofrece ahora su amistad desde el Sagrario. Allí nos
consuela, nos anima, nos perdona. En el Sagrario, como en aquella Tienda del
encuentro, habla el Señor con todos, cara a cara, como un hombre habla con su
amigo. Con la gran diferencia de que aquí, en nuestros templos, está Dios hecho
Hombre: Jesús, el mismo que nació de Santa María, el que murió por nosotros en
una cruz.
II. A Jesús le gustaba
conversar con quienes acudían a Él o con quienes encontraba en el camino.
Aprovechaba estas ocasiones para llegar al fondo del alma y levantar el corazón
hasta un plano más alto, muchas veces -cuando sus interlocutores estaban bien
dispuestos- hasta la conversión y la entrega plena. También quiere hablar con
nosotros en la intimidad de la oración. Y para eso debemos estar abiertos al
diálogo, a la amistad sincera. «Él mismo nos ha cambiado de siervos en amigos,
como claramente lo dijo: vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os he
mandado (Jn 15, 14). Nos ha dejado el modelo que debemos imitar.
Por
tanto, hemos de compartir la voluntad del amigo, revelarle confidencialmente lo
que tenemos en el alma y no ignorar nada de cuanto Él lleva en su corazón. Abrámosle
nuestra alma, y Él nos abrirá la suya. En efecto, el Señor declara: os he
llamado mis amigos porque os he comunicado todo lo que he oído a mi Padre (Jn
15, 14). El verdadero amigo, pues, no oculta nada al amigo; le descubre todo su
ánimo, así como Jesús derramaba en el corazón de los Apóstoles los misterios
del Padre».
Los
cristianos podemos ser hombres y mujeres con más capacidad de amistad, porque
el trato habitual con Jesucristo nos dispone a salir de nuestro egoísmo, de la
preocupación excesiva por los problemas personales, y así estar abiertos a
quienes frecuentan nuestro trato, aunque sean de diferente edad, aficiones,
cultura o posición. La amistad, con todo, no nace de un simple encuentro
ocasional, ni de la mutua necesidad de ayuda. Ni siquiera la camaradería, el
trabajo en común o la misma convivencia llevan necesariamente a la amistad. No
son amigas dos personas que se encuentran todos los días en la misma escalera,
en el transporte público o en la oficina. Ni la mutua simpatía es, por sí misma,
amistad.
Afirma
Santo Tomás que no todo amor indica amistad, sino el amor que entraña
benevolencia, es decir, cuando apreciamos a alguien de tal manera que deseamos
para él el bien. Existe más posibilidad de amistad cuanto más grande es la
ocasión de difundir el bien que se posee: «sólo son verdaderos amigos aquellos
que tienen algo que dar y, al mismo tiempo, la humildad suficiente para
recibir. Por eso es más propia de los hombres virtuosos. El vicio compartido no
produce amistad sino complicidad, que no es lo mismo. Nunca podrá ser
legitimado el mal con una pretendida amistad»; el mal, el pecado, no une jamás
en la amistad y en el amor.
Nosotros,
los cristianos, podemos dar a nuestros amigos comprensión, tiempo, ánimo y
aliento en las dificultades, optimismo y alegría, muchos detalles de
servicio..., pero, sobre todo, podemos y debemos darles el bien más grande que
poseemos: Cristo mismo, el Amigo por excelencia. Por eso la amistad verdadera
lleva al apostolado, en el que comunicamos los bienes inmensos de la fe.
III. ...Y conversaba con
Moisés, cara a cara, como habla un hombre con su amigo. Quien vive en amistad
con Dios entenderá con más facilidad el valor de la amistad en sí misma y, sin
instrumentalizarla, será cauce de un apostolado fecundo, como exigencia que le
es natural, que pide comunicar al amigo los bienes propios.
Un
amigo fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada
vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable. Por eso mismo la
amistad necesita ser protegida y defendida contra el paso del tiempo, que lleva
al olvido, al distanciamiento; contra la envidia, que es frecuentemente lo que
más corrompe la amistad. Ojalá podamos decir como aquel hombre, que terminaba
así unos apuntes autobiográficos: «De algo puedo ufanarme: no creo haber
perdido jamás un amigo».
Al
amigo se le pide que sea fiel, que se mantenga firme en las dificultades, que
resista la prueba del tiempo y de las contradicciones, que salga en defensa de
su amigo en cualquier situación que se presente: «ser fieles a la amistad
verdadera ‑aconsejaba San Ambrosio-, porque nada hay más hermoso en las
relaciones humanas. Ciertamente consuela mucho en esta vida tener un amigo a
quien abrir el corazón, desvelar la propia intimidad y manifestar las penas del
alma; alivia mucho tener un amigo fiel que se alegre contigo en la prosperidad,
comparta tu dolor en la adversidad y te sostenga en los momentos difíciles».
Fomentemos
la amistad cordial y sincera, optimista, con quienes nos relacionamos todos los
días: con los vecinos, con los compañeros de trabajo o de estudio, con esas
personas de las que recibimos o a quienes prestamos cada día un servicio
exigido por el quehacer profesional o voluntario... Seamos amigos de modo
particular de nuestro Angel Custodio. «Todos necesitamos mucha compañía:
compañía del Cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Santos Angeles! Es muy
humana la amistad, pero también es muy divina; como la vida nuestra, que es
divina y humana». El Angel Custodio no se aleja por nuestros caprichos y
defectos; sabe las flaquezas y miserias, y tal vez por eso nos ame más.
Pero,
sobre toda amistad, debemos hacer fuerte y piadosa la amistad «con el Gran
Amigo, que nunca traiciona». A Él lo encontramos con suma facilidad; está
siempre dispuesto a recibirnos, a permanecer con nosotros el tiempo que
deseemos. «Id a cualquier parte del mundo donde queráis, cambiad de casa
cuantas veces lo deseéis, en la iglesia católica más próxima vuestro Amigo está
siempre esperándoos, día tras día».
Allí
le podemos hablar cara a cara, como un hombre habla con su Amigo; nos espera
siempre y desea que vayamos a verle... y a oírle. En Él aprendemos de verdad a
ser amigos de nuestros amigos, a estar siempre prontos y abiertos a toda
amistad sincera, que será camino natural por el que Cristo, nuestro Amigo,
llegue hasta lo más profundo de sus almas.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org